**Felicidad Inesperada: Un drama de familia encontrada**
En el pintoresco pueblo de Albuñuelas, donde la brisa del mar se mezcla con el aroma de los naranjos en flor y las calles se pierden entre el verdor, Adrián fue por primera vez con sus nuevos padres al campo, a casa de sus abuelos. Con ellos viajó la tía Pilar, hermana de su padre, y sus dos hijos. Todos charlaban animadamente sin agobiar a Adrián con preguntas, y él se sentía extrañamente relajado. El chico conectó enseguida con sus primos. La abuela les sirvió tortillas de patatas con salsa de tomate casera o miel, a elección. Su abuelo tenía colmenas, y la miel olía tan dulce que mareaba. Para Adrián, aquel lugar era un cuento, y al volver a casa no dejaba de pensar: «Ojalá quedarme aquí para siempre…». Pero en su corazón latía el miedo: ¿y si lo devolvían al orfanato? Esa noche ocurrió algo que cambiaría su vida.
En las bodas de oro de sus padres, Javier y Carmen, se reunió casi toda la familia. Adrián llegó desde lejos con su mujer e hija. Estaba destinado en otra ciudad, y su familia vivía con él. Los invitados conocían su historia, difícil pero con final feliz. Adrián se levantó, levantando su copa, y se dirigió a sus padres:
—Queridos mamá y papá, ¡que tengáis salud y muchos años más! ¡Gracias por todo lo que habéis hecho por mí! En mi vida hubo muchos padres: los que me dieron la vida, aquellos que intentaron llenar su vacío conmigo… Pero vosotros… me regalasteis una infancia verdadera, me hicisteis hombre. ¡Os lo debo todo! ¡Vivid muchos años, por vosotros haría lo que fuera!
Carmen y Javier lo miraron con lágrimas en los ojos, llenas de amor y orgullo.
Adrián ya no creía que aquella familia de acogida fuese para siempre. Con once años, aún seguía en el orfanato. Ni siquiera quería irse de allí, pero la cuidadora, la tía Remedios, le acarició la cabeza y le dijo con cariño:
—Tranquilo, Adriancito, quizá esta vez tengas suerte. Y si no, aquí seguiremos, esperándote.
—Sí, claro —murmuró él—. La señorita Lucía dijo que se santiguaría si alguien me adoptaba de verdad.
—No le hagas caso —respondió la tía Remedios—. Es joven, no sabe tratar a los niños y suelta tonterías.
La tía Remedios lo quería, lo cuidaba, y él le correspondía con afecto. Le decía que no se preocupase si no encajaba con sus nuevos padres.
—Claro que te esperamos —añadió—. Hasta la directora ha dicho que no toquen tu cama, que los nuevos irán a otras habitaciones.
Adrián asintió, miró su dormitorio y pensó que pronto volvería. No tenía ganas de irse.
—¿Para qué acepté? —se preguntó—. Podría haberme negado, pero esos dos me miraban con tanta esperanza… Da igual, estoy acostumbrado. De pequeño lloraba cuando me devolvían, ahora ya ni me importa. A veces, los padres adoptivos descubrían que iban a tener un hijo propio y yo sobraba. ¿Para qué me cogieron entonces?
Recordaba cuando rompió sin querer un móvil en una de aquellas familias. Lo insultaron, lo llamaron desagradecido y lo devolvieron —«no encajaba»—. Hubo de todo, pero Adrián creció y se volvió más astuto. Si no le gustaba la familia, hacía alguna trastada para que lo mandasen de vuelta. Aprendió a distinguir el amor verdadero de la soledad disfrazada.
Una vez lo adoptó una mujer, doña Margarita, que lo llamaba «Adri». ¿Adri? Él era Adrián, casi un hombre, y ella le hablaba como a un crío. Vivían en una casa grande, pero no tenían hijos. Lo instaló en una habitación llena de rosa —cortinas, mantas, hasta las paredes—. «Querrían una niña», pensó. Había coches de juguete y un balón, pero todo le quedaba pequeño, ajeno. El padre adoptivo casi ni lo miraba, encerrado en su trabajo, como si fuese un capricho de su mujer. Doña Margarita lo trataba como un muñeco: lo vestía, le hacía fotos, presumía con las amigas de lo guapo que era su «Adri». A veces lo llevaba al parque, pero solo a los columpios de bebés. A Adrián le daba vergüenza.
A veces la compadecía. Lloraba por teléfono, quejándose de que su marido no la quería, de que no podía ser madre. Adrián la miraba con ojos adultos y pensaba: «Pobre, pero en el orfanato al menos estaba tranquilo». A su madre biológica casi no la recordaba, pero sabía que la quitaron a tiempo —los vecinos llamaron a servicios sociales—. A los cinco años, en el orfanato, respiró aliviado: cama limpia, amigos, la tía Remedios.
En casa de doña Margarita se hartó de tanto mimo. Se sentía infantil. Un día, enfurecido, destrozó la habitación rosa, estuvo a punto de rayar el coche de su padre adoptivo, pero se contuvo. Lo devolvieron rápido, y a doña Margarita su marido la mandó a la playa —«a descansar»—.
Y ahí estaba Adrián, esperando otra familia. Al salir al recibidor, vio a un hombre y una mujer nada parecidos a doña Margarita. El hombre le tendió la mano:
—Hola, Adrián. Soy Javier Martínez.
El chico le estrechó la mano con seriedad. La mujer, Carmen, lo abrazó con suavidad, y sintió calor.
—Llámame tía Carmen —sonrió ella.
A Adrián le gustó cómo saludó Javier —firme, sin tonterías. En esa casa todo era distinto. Le enseñaron su cuarto: una manta a cuadros, un escritorio con libros —«La isla del tesoro», sobre animales, sobre el espacio—. En la silla, vaqueros y un chándal como el de tío Javier. Temió abrir el armario, pero tía Carmen lo hizo por él:
—Aquí está tu ropa, Adrián.
Suspiró aliviado: camisetas oscuras, pantalones para jugar al fútbol y trepar a los árboles. ¡Todo a su medida!
—Adrián, ven a comer —llamó tía Carmen. En la mesa se miraron, se rieron de golpe, y la tensión se esfumó.
—¿Qué tal el cocido? —preguntó Javier.
—¡Increíble, nunca lo había probado! —contestó Adrián.
El lunes, tía Carmen lo llevó al colegio. La profesora lo presentó en clase:
—Chicos, este es Adrián, nuestro nuevo compañero.
Le gustó el colegio: sencillo, los chavales eran normales, sin preguntas incómodas. En casa vivían tranquilos, sin agobios. Los fines de semana iban al parque o al cine, y le preguntaban qué quería ver. No había columpios de niños, sino un circuito de cuerdas —Adrián lo completó, y Javier le dio la mano, como a un igual. Se sintió un vencedor.
Luego fueron al pueblo de los abuelos. Ahí estaba tía Pilar con sus hijos. Todos hablaban con naturalidad, sin presionarlo, y Adrián se hizo amigo de sus primos. Dijeron que ahora eran su familia. La abuela les hizo tortillas, el abuelo les enseñó las colmenas. El campo le pareció el paraíso. Al volver, pensó: «Ojalá quedarme…». El miedo a que lo devolvieran lo atenazaba.
Esa noche, tía Carmen entró a darle las buenas noches y, de pronto, lo besó en la frente. Adrián casi lloraAdrián se arrebujó en la manta, cerró los ojos y por primera vez en años durmió sin miedo a despertarse en otro lugar.