**LA FELICIDAD REBELDE**
—Mamá, solo nos queda una opción para tener un hijo: la fecundación in vitro. Álvaro y yo lo hemos decidido. No intentes disuadirnos. Acostúmbrate a la idea —dijo Lucía sin respirar.
—¿FIV? ¿O sea que tendré un nieto o nieta «de probeta»? —No podía creer lo que escuchaba de mi propia hija.
—Llámale como quieras. Mañana empezamos los tratamientos. Ya tenemos todos los análisis. Los médicos avisan: será un camino largo e incierto. Sin garantías. Por favor, ten paciencia —susurró Lucía con un suspiro pesado.
No supe qué responderle. Debí apoyarla con palabras, darle esperanza… o al menos no entorpecer. Hablamos por teléfono. Entiendo que no fuera fácil para ella mirarme a los ojos; el tema era delicado.
La primera vez que Lucía se casó fue con su amigo de la infancia, Adrián. Creía que su amor era eterno… hasta que, en la propia boda, el novio, tras unos vinos de más, acabó enredado con la madrina. Lucía los encontró en un almacén polvoriento, «en pleno idilio». Adrián balbuceó excusas; la madrina, tapándose con un chal transparente, huyó y no se la vio más.
Lucía pidió el divorcio. Su padre y yo le rogamos que no actuase por impulso:
—Cariño, él estaba borracho. Quizá fue ella quien lo arrastró allí. Adrián es un buen chico, perdónale.
—No, mamá. Adrián me falló, y duele. Pero no quiero empezar un matrimonio con mentiras. Menos mal que pasó ahora —fue inflexible.
Adrián se disculpó, suplicó… todo inútil.
Meses después, supimos que Lucía estaba embarazada de él. Interrumpió el embarazo sin decírmelo. De haberlo sabido, habría rogado que volviese con Adrián.
Pasó el tiempo, y Álvaro, el mejor amigo de Adrián —y enamorado secreto de Lucía—, le pidió matrimonio. Ella dudó tres años, desconfiaba… hasta que al fin cedió:
—Álvaro, ¿sigues queriendo casarte conmigo?
—¡Claro que sí, Lucía! ¿De verdad aceptas? —le besó la mano.
La boda fue espléndida, aunque Adrián no asistió. Envió un ramo gigante de lilas. Lucía se lo dio a una amiga soltera.
Lucía tenía veintiocho años; Álvaro, treinta y tres. Tras dos años de matrimonio, sin hijos, pregunté discretamente:
—¿Hay algún plan… o no llega el bebé?
—No llega. Álvaro no habla del tema. Creo que se culpa. Esperaremos un año más, y si no… —murmuró, apartando la mirada.
—¿Y si no…? ¿Adopción?
—El tiempo lo dirá. Tendremos un hijo, sea como sea —sonrió enigmática.
Dos años después, anunciaron la FIV. Me opuse con todo:
—Dicen que esos niños no tienen alma, que enferman más, que no son de este mundo…
—Mamá, este método tiene cuarenta años. Hay millones de bebés sanos nacidos así. Es duro, pero estamos decididos. Prepárate para ser abuela —insistió.
El proceso fue caro, agotador. Tras tres intentos fallidos, Lucía cayó en depresión. Subió peso por las hormonas; Álvaro enflaqueció, agotado por sus cambios de humor.
—Tengo miedo de toser, de moverme… ¿Y si lo pierdo? No aguantaré un quinto intento. Todo por aquel aborto… —lloró en mi hombro.
Viajaron dos veces a la playa para desconectar. Lucía estaba al borde del colapso; Álvaro no se separó de ella.
—Es mi roca, mi brisa cálida. Sin él, no habría resistido —confesó.
Ocho meses después, nació nuestra Martita. Los bebés FIV suelen adelantarse. La familia estalló de alegría… aunque la suegra de Lucía susurró:
—Hijo, ¿seguro que es tuya? La nariz no se parece…
Con el tiempo, Marta se volvió idéntica a su padre, y los rumores cesaron.
Estos niños no son accidentes: son soñados, amados, protegidos como tesoros.
Un día, paseando con Marta, una enfermera gritó:
—¡Hola, mamás! Y a la abuela de la «fivita», ¡saludos especiales!
Me ardió la cara:
—¿Está loca? ¡Eso no se dice!
El cotilleo se esparció. Los vecinos hacían preguntas impertinentes. Álvaro y Lucía vendieron el piso y se mudaron.
Hoy, Marta tiene cinco años: lista, revoltosa, feliz. Va al cole, adora mandar y «engañar» a su profesora con travesuras.
Tiene alergias (sigue dieta estricta), habla con dificultad (va al logopeda) y usa gafas. Nada que no tengan otros niños.
Lo importante es que Lucía y Álvaro lograron su milagro. Y nosotros no concebimos la vida sin esa risa de nieta.
**Lección:** El amor no entiende de métodos. Lo que importa es quién te sostiene cuando el camino duele.