Oye, qué historia más bonita te voy a contar. Es sobre un tío que se llamaba Javier. Recibió una llamada de su madre pidiéndole que le colgara una estantería en la cocina. Al día siguiente, pasó por su casa, pero ella no estaba. La puerta estaba abierta con su propia llave. La estantería estaba allí, como había dicho su madre, pero el taladro… ¿Dónde estaba? Quizá en el altillo, lleno de trastos viejos.
Subió a una silla, abrió la puerta del armario—¡y allí estaba el taladro! Tiró del cable, se enredó, el taladro se resbaló y golpeó un jarrón. Se hizo añicos. Javier soltó un par de palabrotas, sabiendo lo mucho que su madre lo quería. Recogió los pedazos, colgó la estantería y se marchó. Luego, por teléfono, le dijo a su madre que le compraría un jarrón nuevo para el Día de la Mujer. Pero no se libró fácil: su madre no paraba de lamentarse.
Pasó el tiempo, pero no encontraba un jarrón igual. Hasta que, el último sábado antes del día señalado, lo vio… en manos de una chica. El dependiente le dijo que era el último que quedaba. Javier se acercó, se disculpó y le contó la verdad: que había roto el jarrón de su madre y que no le perdonaría si no encontraba uno igual.
La chica, que se llamaba Lucía, tras un momento de silencio, sonrió y le tendió el jarrón. “Tómalo, salva tu relación con tu madre”. Ella cogió otro, y Javier, el que necesitaba.
Al salir de la tienda, empezaron a hablar. Él hizo un chiste, ella se rió. Y poco después, la invitó a su casa—para el Día de la Mujer, con su madre. Lucía se sorprendió, pero aceptó.
Al día siguiente, aparecieron los dos en casa de la madre de Javier. Ella se emocionó con el regalo y aún más con Lucía. “¿Ves, hijo mío? Todo pasa por algo. Si no hubieras roto el jarrón, no tendrías a esta chica a tu lado”, decía entre risas.
Desde entonces, la vida de Javier cambió por completo. Él y Lucía pasaban cada vez más tiempo juntos, paseando por los parques, hablando de libros y películas, haciendo planes. La presentó a su hija, que estaba de vacaciones, y por suerte, se llevaron genial. A Lucía le llegó al alma la amabilidad y el cariño de Javier. Y su madre no paraba de recordar aquel día en que su hijo rompió el jarrón, diciendo que había sido una señal del destino. Hasta Lucía se sorprendía de cómo un encuentro casual podía convertirse en algo tan profundo.
Seis meses después, se casaron. Fue una boda sencilla pero llena de amor. La madre de Javier brindó y, una vez más, agradeció al destino por aquel jarrón roto. Y Javier, mirando a su esposa, supo que había encontrado a la persona que siempre había esperado. Cada vez que pasaba por delante de aquella estantería, sonreía al recordar cómo un simple accidente le había llevado a una felicidad que ni siquiera se atrevía a soñar.