Felicidad a costa de otros: el nieto que dejó al abuelo sin hogar

Me llamo Nina Semiónovna, y vivo en un barrio tranquilo en las afueras de Valladolid. Aquí todos nos conocemos, especialmente a los mayores. Entre ellos estaba el abuelo Iván Estébanovich, que acababa de cumplir ochenta y dos años, aunque su aspecto era vigoroso a pesar de la espalda encorvada y su delgadez. Cada mañana arrancaba su viejo Seat 600 y se dirigía al centro: a por la pensión, a la farmacia o al mercado. Incluso tenía compañía: Margarita Ivanovna, una mujer veinte años más joven, enérgica, elegante y de mirada tierna. Por las tardes, paseaban de la mano, como dos enamorados. Los vecinos los admirábamos y, a decir verdad, nos daba un poco de envidia esa felicidad serena.

Pero un día llegó el nieto. Venía de un pueblo cerca de Salamanca: Alejandro. Aparentemente humilde, veintisiete años, educado e incluso tímido. Contó que en su aldea no había trabajo, que la vida era imposible, y pidió quedarse con su abuelo un tiempo. “En cuanto encuentre empleo, me busco un piso y traeré a mi novia”, prometió. Iván Estébanovich no lo dudó ni un instante—¿cómo negarle ayuda a su propia sangre?

Al principio todo fue bien: Alejandro buscaba trabajo, asistía a entrevistas. Su abuelo lo ayudaba en lo que podía—lo alimentaba, lo vestía, incluso le daba algún dinero para gastos. Margarita recibía menos atención, pero entendía: la familia es la familia.

Pasaron dos meses. El interés del joven por trabajar decayó—la pensión del abuelo resultaba generosa. Había para todo: cigarrillos, taxis, salidas con amigos. Pero la novia, esa chica del pueblo, llamaba cada noche: “¿Cuándo me llevarás a la ciudad?” Entonces, Alejandro se decidió—consiguió empleo como vigilante en un supermercado y cobró su primer sueldo.

Pero lo que sucedió después heló la sangre. Se acercó a su abuelo con dulzura en la mirada: “Abuelo, quiero vivir contigo legalmente. Hagamos un empadronamiento temporal y, para que todo sea correcto, firma unos papeles del piso. Te pagaré por él, todo en regla”. Iván Estébanovich, sin leer bien, firmó.

A la semana, entró en el piso Olga, la tal novia. Joven, uñas pintadas y mirada exigente. Pronto le anunciaron al anciano que la casa ya era suya. Resulta que había firmado una donación. El viejo palideció. Tembló de horror y humillación. No podía creer que su propio nieto le hubiera hecho tal traición.

La pareja no se anduvo con sutilezas: le propusieron al abuelo y a Margarita mudarse a una vieja casa en el pueblo, “para aire puro”, según ellos. Pero la mujer no era quien parecía. Margarita había trabajado años en una cadena de televisión, conocía periodistas, abogados y gente influyente. Armó tal escándalo que el caso salió en las noticias.

Cuando los vecinos supieron la verdad, fueron en masa a la comisaría. Presentaron denuncias, llamaron a testigos, contaron todo lo que sabían. Y al poco, agentes llamaron a la puerta. Alejandro entendió que su engaño había fracasado. Presionado, renunció al piso, hizo las maletas y huyó con Olga de vuelta al pueblo. Pero no al suyo—allí lo recibieron con desprecio. Hasta su madre le dio la espalda.

Iván Estébanovich se quedó en su hogar. Pero la alegría tardó en volver. Pasaba horas en silencio, mirando por la ventana. Solo Margarita le sostenía la mano y susurraba: “No estás solo, Iván. Estamos juntos”.

A veces, la traición no viene de fuera. Lleva tu apellido, te llama “abuelo” y te sonríe con cariño… hasta que te lo arrebata todo.

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