Felicidad a costa de la desgracia ajena: cómo un nieto dejó a su abuelo sin hogar

La Felicidad en la Desgracia Ajena: cómo el nieto dejó al abuelo sin techo

Me llamo Nina Soler, y vivo en un barrio tranquilo a las afueras de Zaragoza. Aquí todos nos conocemos, especialmente a los mayores. Y entre ellos estaba el abuelo Juan Esteban. Aunque acababa de cumplir ochenta y dos años, se mantenía lúcido a pesar de su delgadez y espalda encorvada. Cada mañana arrancaba su viejo Seat 127 y salía al centro: a por la pensión, a la farmacia o al mercado. Incluso tenía compañía: Margarita Vidal, veinte años más joven, enérgica, elegante, de ojos bondadosos. Por las tardes paseaban de la mano, como dos adolescentes enamorados. Los vecinos los admirábamos y, a veces, hasta les envidiábamos esa calma feliz.

Pero un día llegó el nieto. Venía de un pueblo cerca de Teruel: Alejandro. Un chico de veintisiete años, tímido y educado. Explicó que allí no había trabajo y pidió quedarse un tiempo: «En cuanto encuentre algo, me busco un piso y traigo a mi novia». Juan Esteban no lo dudó. ¿Cómo negarle ayuda a su propia sangre?

Al principio, todo fue bien: Alejandro iba a entrevistas, buscaba su rumbo. El abuelo lo ayudaba en lo que podía: le daba de comer, ropa, incluso algo de dinero. Margarita pasaba a segundo plano, pero no protestaba; la familia era la familia.

Dos meses después, el trabajo ya no le interesaba. La pensión del abuelo era generosa, suficiente para tabaco, taxis y salidas con amigos. Pero su novia, la de pueblo, llamaba cada noche: «¿Cuándo me llevas a la ciudad?». Entonces, Alejandro entró como vigilante en un supermercado y cobró su primer sueldo.

Y ocurrió lo impensable. Con una sonrisa dulce, le dijo al abuelo: «Abuelo, quiero quedarme a vivir contigo. Vamos a hacer los papeles de empadronamiento y, para que todo sea legal, firma estos documentos de la casa. Te pagaré, como debe ser». Juan Esteban, sin sospechar nada, firmó.

Una semana después, llegó Lucía, la novia. Joven, con uñas impecables y mirada arrogante. Pronto le anunciaron al abuelo que la casa ya era suya. Había firmado una donación. El anciano palideció. El miedo y la humillación lo sacudieron. No podía creer que su nieto lo hubiera traicionado así.

No tardaron en soltar la máscara. Le propusieron mudarse a una vieja casa en el pueblo, «por el aire puro», dijeron. Pero Margarita no era quien creían. Había trabajado en televisión y conocía periodistas, abogados y gente con influencia. Armó tal escándalo que hasta salió en las noticias.

Cuando los vecinos supieron la verdad, fueron en masa a la comisaría. Presentaron denuncias, testigos y pruebas. Y al poco, agentes llamaron a la puerta. Alejandro comprendió que su juego había acabado. Bajo presión, renunció a la casa, hizo las maletas y huyó con Lucía. Pero ni en su pueblo lo quisieron. Hasta su madre le dio la espalda.

Juan Esteban se quedó en su piso, pero la paz tardó en llegar. Pasaba horas mirando por la ventana, en silencio. Solo Margarita le apretaba la mano y susurraba: «No estás solo, Juanito. Estamos juntos».

A veces, la traición no viene de fuera. Lleva tu apellido, te llama «abuelo» y te sonríe con ternura… hasta que te lo quita todo.

Rate article
MagistrUm
Felicidad a costa de la desgracia ajena: cómo un nieto dejó a su abuelo sin hogar