La Felicidad a Tarifa Navideña
—Gracias, mamá. —Rodrigo se levantó de la mesa y se estiró—. Voy a dar una vuelta con el coche. No te preocupes, iré con cuidado y ya casi no hay tráfico a estas horas.
—Desde que compraste el coche, no haces más que pasar horas en él. Y deberías pensar en casarte. Es cierto lo que dicen: para un hombre, el coche siempre es lo primero.
—Mamá, por favor, no empieces —Rodrigo se acercó a su madre y la abrazó—. Sabes lo que soñaba con tener mi propio coche. Dame tiempo para disfrutarlo y luego pensaré en formar una familia. Te lo prometo.
—Bueno. Casi treinta años y sigues jugando con coches como un niño. —Su madre le revolvió el pelo—. Vete, anda.
Rodrigo salió del portal, se acercó a su coche y apartó los copos de nieve del parabrisas. Tenía el carné desde hacía años; su padre le dejaba manejar el viejo Seat, hasta que lo estrelló. Sabía conducir, pero aún no se había cansado de la emoción de tener su propio vehículo.
Había ahorrado mucho tiempo, escogiendo con cuidado. Y ahora, cada noche, recorría la ciudad, a veces incluso saliendo a la carretera. Si alguien hacía autoestop, los llevaba sin cobrar.
Se sentó al volante, giró la llave y sonrió al escuchar el ronroneo del motor. Subió el volumen de la radio y salió despacio del aparcamiento.
Los copos brillaban bajo los faros, estrellándose contra el cristal. El invierno había llegado de golpe, dejando la ciudad cubierta de blanco. Rodrigo conducía sin rumbo hasta que, en una calle solitaria, vio a una mujer con un niño haciendo autoestop. Bajó la radio, detuvo el coche y abrió la ventanilla.
—¿Nos puedes llevar a la calle Constructor? —La mujer asomó la cabeza.
Era joven y guapa.
—Subid —dijo Rodrigo, señalando el asiento del copiloto.
—¿Cuánto será? No es cerca —preguntó ella, sin moverse.
—No se preocupe. No cobro a las chicas bonitas. —Pero al ver que retrocedía asustada, se apresuró a aclarar—. Diez euros, ¿le parece? Vamos, sube, no muerdo —se rió.
La mujer abrió la puerta trasera, dejando pasar primero a su hijo de unos cinco años, y se sentó a su lado. Rodrigo se incorporó a la avenida principal.
—¿Cuántos caballos tiene? —preguntó el niño.
—¿Caballos? —repitió Rodrigo—. Pues… no lo sé.
—¿Cómo que no lo sabe? —insistió el pequeño.
—Verás, cuando lo compré, me fijé en que fuera bonito y cómodo. La potencia no me importaba tanto. Pero tú pareces entendido, ¿eh? —dijo Rodrigo, divertido.
—Sí, entiendo —respondió el niño, muy serio.
—¿Y cómo te llamas, experto en coches? —se rió Rodrigo.
—Pablito. ¿Y usted?
—Madre mía, qué formal. Yo soy Rodrigo. Perdona, no te puedo dar la mano ahora —contestó, entretenido por la conversación.
—Basta, Pablito. No molestes al señor —dijo su madre.
—Déjale. Majo tu hijo. Majo Pablito. Qué rima. —Rodrigo miró por el retrovisor y sus ojos se encontraron con los de la mujer. Sintió un calor repentino en el pecho.
La ciudad brillaba con luces navideñas. En los escaparates ya había árboles decorados, destellando en colores. Aunque faltaba un mes para Nochevieja, el ambiente festivo se respiraba.
—Pare aquí, en este edificio —dijo ella.
—¿No les acerco a la puerta? —Rodrigo volvió a mirar por el retrovisor, pero ella evitó su mirada.
El coche se detuvo frente a un bloque de nueve plantas.
La mujer salió y, sujetando la puerta, esperó a su hijo.
—Pablito, date prisa —le apuró.
—¿Mañana vendrás a buscarme? —preguntó el niño con voz quebrada.
—El domingo te recojo. Y no llores, que se te tapona la nariz. Vamos, sal. —Su madre alzó la voz.
Pablito se movió lentamente hacia la puerta. Rodrigo salió del coche.
—Tome —la mujer le tendió un billete de diez euros.
Lo dobló y lo guardó en el bolsillo.
—Lo guardaré como un amuleto —dijo en serio y le tendió la mano a Pablito—. Hasta luego.
—Hasta luego. —El niño dejó su manita tibia en la palma de Rodrigo.
—Vamos, que la abuela nos espera —la mujer tiró de su hijo.
A los pocos pasos, Pablito se volvió y Rodrigo le hizo un gesto con la mano. Entonces vio a un hombre salir de otro coche aparcado. Besó a la madre de Pablito y luego extendió la mano hacia el niño, pero este la rechazó.
«Cita con otro hombre, y el niño celoso. No se llevan bien», pensó Rodrigo, sintiendo una extraña satisfacción.
Al volver al coche, subió el volumen de la radio. Sonaba una canción de Raphael: «Mi gran noche, mi gran noche…». El interior olía levemente a su perfume. Miró el asiento trasero, como si ella aún estuviera allí. Pero estaba vacío.
Perdió las ganas de conducir. La música le irritó, y cambió de emisora. No podía dejar de pensar en esa mujer. Guapa, sí, pero… ¿qué tenía?
Años atrás, se enamoró de una mujer mayor, con una hija. Le propuso matrimonio y la llevó a casa.
—Es mayor que tú, con un niño. Eres joven, guapo… ¿No encuentras a alguien de tu edad? Hijo, no cometas un error… —suplicó su madre cuando ella se fue.
Luego, su madre se arrepintió de haberle disuadido. Rodrigo nunca encontró a nadie como ella. Y al final, ella volvió con su exmarido.
Y hoy…
Pasó muchas veces por esa calle, esperando verlos otra vez. Sabía la dirección, podía preguntar en el portal… pero ¿qué diría? Quizá ella era feliz con ese hombre.
Así que seguía conduciendo, buscándola, esperando el milagro.
Llegó Nochebuena. Su madre cocinaba, el árbol relucía, la televisión emitía «La gran familia», y el 24 caía en sábado. Rodrigo ayudó a preparar la cena, sacó la vajilla buena… pero al anochecer, algo le empujó a salir.
—Mamá, está nevando, parece un cuento. Voy a dar una vuelta, no sea que me duerma antes de las campanadas.
—¿Ahora? —protestó ella—. Faltan tres horas…
—No tardaré. Además, los taxistas también quieren descansar. No te preocupes.
El coche estaba cubierto de nieve. Arrancó el motor y encendió la calefacción. Las calles estaban vacías, solo algún rezagado corriendo a casa. Las ventanas brillaban, la gente preparaba la gran noche.
Un hombre con abrigo abierto hizo autoestop. Rodrigo paró. El tipo, resoplando, se sentó atrás. Las botellas de su bolsa tintinearon. Al bajarse, le dio cincuenta euros, aunque el trayecto fue corto.
«En Navidad todos se vuelven generosos. Tarifa navideña», pensó Rodrigo, guardando el dinero. Luego recogió a una pareja que discutía todo el camino. No aceptó su pago, y ellos, agradecidos, se fueron de la mano.
Después, pasó por la calle donde los había recogido. Miró las ventanas, imaginándolaRodrigo encendió las luces intermitentes del coche, bajó la ventanilla y, mientras la nieve seguía cayendo en silencio, les sonrió diciendo: “Esta noche, la felicidad no se paga, se comparte”.