Fecha de Vencimiento Alcanzada

El amanecer de ayer en un pequeño pueblo de las afueras de Castilla recibió a Lucía con un frío que calaba los huesos. La cocina, impregnada de la humedad de paredes viejas, guardaba silencio, solo interrumpido por el crujido ocasional de las tablas del suelo. La luz matutina, que se filtraba por la ventana empañada, proyectaba su sombra alargada y temblorosa, como si ella misma temiera ocupar demasiado espacio. Lucía encendió la vieja tetera, que silbó como una bestia despertada, y buscó a tientas en el armario una lata de leche condensada. Sus dedos se detuvieron en el metal frío. La fecha de caducidad había expirado hacía dos años. Y, por alguna razón, eso le trajo un alivio extraño.

Hace cuatro años, Adrián llegó a casa con una caja entera de esas latas. «Por si acaso, siempre viene bien», dijo, riendo mientras compartían una, sentados en el suelo, acompañándola con un té cargado. Entonces discutían qué era más dulce: la leche condensada o sus chistes absurdos, que la hacían reír hasta llorar. Siempre dejaba una huella en su mejilla: una gota que ella limpiaba, fingiendo enfado. Luego, todo cambió. La risa se apagó. La caja quedó abandonada en el rincón del trastero, como un monumento a su pasado, que ella no se atrevía a desmontar.

Lucía abrió la lata. Con dedos temblorosos, como si temiera despertar algo dormido hacía tiempo. El olor le golpeó: amargo, con un regusto a óxido. No le recordó a Adrián. Le recordó a ella misma, a quien una vez creyó que el amor podía sellarse, como esa lata, y guardarse para siempre. Pero hasta la leche condensada sabe morir. En silencio. Sin avisar.

Todo lo que quedaba de Adrián tenía su fecha de caducidad. Su jersey, que a veces se ponía: primero para sentir su calor, luego porque era cómodo. La entrada al teatro local, a donde nunca fueron, olvidada entre las páginas de un libro que él abandonó a medias. El posavasos comprado en una feria del pueblo vecino, cubierto de polvo como una esperanza perdida. Y esta leche condensada. Al principio, no la tiró, como si deshacerse de las latas significara romper definitivamente. Luego se acostumbró a su presencia. Como al vacío del piso.

No hubo discusiones. Ni gritos. Ni platos rotos. Adrián simplemente se apagó. Primero dejó de mirarla a los ojos. Luego cambió el «nosotros» por el «yo». Después empezó a llegar tarde, con olor a humo ajeno y cansancio. Todo ocurrió en silencio, sin drama. Y un día dijo: «Necesito tiempo» y se fue. Primero a casa de «amigos». Luego, para siempre. Sin palabras grandilocuentes, sin un final. Como el agua que se escapa lentamente de una taza agrietada.

Lucía no sintió rabia. En serio. Solo tardó en entender cómo seguir viviendo. Los primeros meses preparaba té para dos por costumbre, revisaba el tiempo, escribía mensajes que nunca enviaba. Luego empezó a borrar sus huellas. De la cama. De las cortinas. Del aire en las habitaciones. Aprendió a vivir sola. Despacio. Con pesadillas. Con un dolor repentino en el pecho que la ahogaba en mitad del día, como un eco del pasado que nadie apagó.

El trabajo la salvaba, pero no la abrigaba. Sus compañeros de oficina eran decoración: educados, pero vacíos, como servilletas de papel. Su familia, lejos, a cientos de kilómetros. Sus amigas, perdidas en sus vidas: niños, maridos, recetas de cocina en redes sociales. Lucía se quedó congelada. Como un fotograma de una película donde la protagonista duda entre avanzar o esperar un milagro.

Una vez, en un autobús abarrotado, vio a una anciana. Más de setenta años, una bolsa gastada en la mano y una mirada vacía, como si la vida se hubiera desvanecido. Lucía se miró en ella. No por las arrugas, sino por el silencio interior, donde ya no se espera nada nuevo. El miedo le heló la garganta, como el viento del invierno.

Esa misma noche se apuntó a clases de baile. Luego a cerámica. Fue al cine sola. No para encontrar a nadie. Para encontrarse a sí misma: la que existía antes de Adrián, antes de las expectativas, antes de que el amor fuera su único horizonte.

No esperaba milagros. Solo volvía a casa, paso a paso. Una manta nueva, solo para ella. Un aroma en el baño: bergamota, intenso, como recordatorio de que todo pasa. Un té sin azúcar, pero con sabor a libertad. Tenía sus noches. Sus pensamientos. Sus silencios. Y, por primera vez en años, la certeza de que la soledad podía ser espacio, no jaula.

A Adrián lo encontró tres años después. En una farmacia de barrio. Esperaba en la cola con una caja de paracetamol. Su pelo había encanecido, la espalda se encorvaba, la chaqueta—la misma de siempre—gastada como su mirada. Parecía haber intentado alcanzar algo que ya se le escapó.

La vio y se quedó quieto:

—Hola—dijo, con voz temblorosa.

—Hola—respondió ella. Tranquila. Aunque por dentro todo se tensó un instante.

Silencio. Un abismo. En él cabían años que no vivieron. Preguntas que no hizo. Respuestas que ya no importaban.

—¿Qué tal?—preguntó él, mirando al suelo.

—La fecha de caducidad pasó—dijo ella con una sonrisa leve. Sin ironía. Simplemente. Como quien cierra un libro.

No lo entendió. O quizá sí, pero calló. Solo la miró un segundo más, como esperando que añadiera algo. Pero Lucía ya se giraba hacia los frascos de hierbas. Sin prisa. Sin rencor.

Hoy preparó té. Sacó otra lata de leche condensada—la que estaba en el fondo, con la tapa oscurecida y un abollón. El olor era el mismo: amargo, oscuro. Pero ya no dolía. No la devolvía al pasado. Solo estaba ahí, como un hecho: todo termina. Hasta lo que parece eterno. Hasta el amor.

Revolvió una cucharada en la taza. Bebió. El sabor era raro, pero no cortaba. Era honesto. Como un recuerdo que por fin se suelta.

La leche condensada le recordaba: hasta los momentos más dulces se agrian. Y está bien. Porque cuando algo termina, deja sitio para lo nuevo. Con otro sabor. Otra fuerza. Otra fecha de caducidad—pero esta vez, la tuya.

Rate article
MagistrUm
Fecha de Vencimiento Alcanzada