*3 de octubre, Madrid*
El amanecer de ayer en un pequeño pueblo en las afueras de Toledo recibió a Lucía con un frío que calaba los huesos. La cocina, empapada de humedad por las paredes viejas, guardaba silencio; solo crujían de vez en cuando las maderas del suelo. La luz matutina, filtrándose por la ventana enmohecida, proyectaba su sombra sobre los azulejos: alargada, vacilante, como si ella misma temiera ocupar demasiado espacio. Encendió la vieja tetera, que bufó como un animal despertado a la fuerza, y palpó el estante hasta encontrar una lata de leche condensada. Sus dedos se demoraron en el metal frío. La fecha de caducidad había expirado dos años atrás. Y, por alguna razón, eso le trajo un alivio extraño.
Hacía cuatro años, Javier había llegado a casa con una caja entera de esas latas. *«Por si acaso, siempre viene bien»*, dijo, riendo, mientras se sentaban en el suelo a comerla directamente del bote, acompañada de café cargado. Entonces discutían sobre qué era más dulce: la leche condensada o sus chistes absurdos, que la hacían reír hasta perder el aliento. Siempre dejaba una gota pegajosa en su mejilla, que ella limpiaba fingiendo enfado. Luego, todo cambió. Las risas se apagaron. La caja quedó arrinconada en el trastero, convertida en un monumento a su pasado, algo que ella no se atrevía a desmontar.
Lucía abrió la lata. Con dedos temblorosos, como si temiera despertar algo dormido. El olor la golpeó: amargo, con un regusto a óxido. No le recordaba a Javier. Le recordaba a ella misma, a la versión que creyó que el amor podía enlatarse como esa leche, conservarse para siempre. Pero hasta la leche condensada, al parecer, sabe morir. En silencio. Sin avisar.
Todo lo que quedaba de Javier tenía su propia fecha de caducidad. Su jersey de lana, que ella se ponía a veces—primero para sentir su calor, luego solo por costumbre. La entrada al teatro que nunca usaron, escondida entre las páginas de un libro abandonado a medias. El posavasos de cerámica, comprado en una feria de pueblo, que acumulaba polvo como una esperanza olvidada. Y esta leche condensada. Al principio, no la tiró, como si deshacerse de ella fuera borrarle del todo. Luego, simplemente se acostumbró a su presencia. Como al vacío del piso.
No hubo gritos. Ni platos rotos. Ni siquiera una discusión. Javier se apagó poco a poco: primero dejó de mirarla a los ojos. Luego cambió el *«nosotros»* por *«yo»*. Después, empezó a llegar tarde, con olor a humo ajeno y cansancio. Todo ocurrió en silencio, sin dramas. Hasta que un día dijo: *«Necesito tiempo»*—y se fue. Primero a casa de *«amigos»*. Después, para siempre. Sin explicaciones, sin punto final. Como el agua que se escapa de una taza agrietada.
Lucía no sintió ira. En serio. Solo no sabía cómo seguir. Los primeros meses, preparaba café para dos por inercia, revisaba el tiempo en su móvil, escribía mensajes que nunca enviaba. Luego empezó a borrar sus huellas: de la cama, de las cortinas, del aire en las habitaciones. Aprendió a estar sola. Despacio. Con pesadillas. Con punzadas en el pecho que llegaban sin aviso, como un eco de algo que no supieron apagar.
El trabajo la distraía, pero no la reconfortaba. Sus compañeros de oficina eran como figurantes: educados, pero huecos, como servilletas de papel. Su familia, lejos, a cientos de kilómetros. Sus amigas, ahogadas en sus vidas—hijos, maridos, fotos de comidas *healthy* en redes. Lucía se sentía atrapada. Como en una escena de película donde la protagonista se queda paralizada, sin saber si avanzar o esperar a que ocurra un milagro.
Un día, en un autobús abarrotado, vio a una anciana. Llevaba una bolsa raída y una mirada tan vacía que parecía llevar años descolorida. Lucía se reconoció en ella. No en las arrugas, sino en ese silencio interior donde ya no se espera nada. El miedo le heló la garganta, como el cierzo de enero.
Esa misma noche se apuntó a clases de sevillanas. Después, a un taller de alfarería. Fue al cine sola. No para encontrar a nadie. Para encontrarse a sí misma—a la Lucía de antes de Javier, de antes de convertir el amor en su único horizonte.
No esperaba milagros. Solo volvía a sí misma, paso a paso. Una manta nueva, que elegía solo porque a *ella* le gustaba. Un perfume con notas de bergamota, amargo como el recuerdo de que todo pasa. Un té sin azúcar, pero con sabor a libertad. Tenía sus propias noches. Sus propios silencios. Y, por primera vez en años, la sensación de que la soledad no era una jaula, sino un espacio donde cabía entera.
A Javier lo encontró tres años después, en una farmacia de barrio. Hacía cola con un paquete de paracetamol en la mano. El pelo entrecano, la espalda encorvada, la misma chaqueta gastada de siempre—igual que su mirada. Parecía alguien que llevaba años persiguiendo algo que ya no podía alcanzar.
La vio y se quedó quieto:
—*Hola*—dijo, con una voz quebrada, como un chiquillo.
—*Hola*—respondió ella. Tranquila. Aunque por dentro algo se encogió, como con un pinchazo.
Silencio. Como un abismo. En él cabían años que no vivieron. Preguntas que nunca hizo. Respuestas que ya no importaban.
—*¿Qué tal?*—preguntó él, mirando al suelo.
—*La fecha de caducidad pasó*—contestó ella, con una sonrisa leve. Sin ironía. Como quien cierra un capítulo.
Él no entendió. O quizá sí, pero no dijo nada. Solo la miró un segundo más, como esperando algo. Pero Lucía ya se volvía hacia los frascos de té. Sin prisa. Sin rencor.
Hoy ha preparado café. Sacó otra lata de leche condensada—la que estaba escondida en el fondo, con la tapa oscurecida y un abollón. El olor era el mismo: amargo, oscuro. Pero ya no dolía. No la arrastraba al pasado. Solo estaba ahí, como un hecho: todo termina. Incluso lo que parece eterno. Incluso el amor.
Revolvió una cucharada en la taza. Dio un sorbo. El sabor era raro, pero no cortaba. Era honesto. Como un recuerdo al que por fin se le ha dejado ir.
La leche condensada le recordaba algo: hasta los momentos más dulces se echan a perder. Y está bien. Porque cuando algo termina, siempre queda espacio para lo nuevo. Con otro sabor. Otra fuerza. Otra fecha de caducidad—pero esta vez, solo tuya.