El plazo de caducidad había expirado
El amanecer de ayer en un pequeño pueblo a las afueras de León recibió a Ana con frío. La cocina, impregnada de la humedad de las paredes antiguas, guardaba silencio; solo algún que otro crujido de las maderas del suelo rompía el vacío. La luz matutina, que se filtraba por la ventana empañada, proyectaba su sombra en el suelo—larga, temblorosa, como si ella misma temiera ocupar demasiado espacio. Ana encendió la vieja tetera, que resopló como un animal despertado, y a tientas buscó en el armario la lata de leche condensada. Sus dedos se detuvieron en el metal frío. La fecha de caducidad había vencido hacía dos años. Y, por alguna razón, eso le trajo un extraño alivio.
Hacía cuatro años, Víctor llevó a casa una caja entera de esas latas. «Por si acaso, siempre viene bien», dijo, riendo mientras compartían una directamente del bote, acompañada de un té cargado. Entonces discutían sobre qué era más dulce: la leche condensada o sus bromas absurdas, que la hacían reír sin parar. Él siempre dejaba una gota en su mejilla—que ella limpiaba fingiendo enfado. Luego, todo cambió. Las risas se apagaron. La caja quedó olvidada en el rincón del trastero, como un monumento a su pasado, algo que ella no se atrevía a desmontar.
Ana abrió la lata. Con dedos temblorosos, como si temiera despertar algo que llevaba mucho tiempo dormido. El olor le golpeó—amargo, con un regusto a óxido. No le recordó a Víctor. Le recordó a sí misma, a la que creyó que el amor podía sellarse como aquella lata y guardarse para siempre. Pero hasta la leche condensada, al parecer, sabe morir. En silencio. Sin avisar.
Todo lo que quedaba de Víctor tenía su fecha de caducidad. Su jersey, que a veces se ponía—al principio para sentir su calor, luego solo porque era cómodo. La entrada al teatro local, a donde nunca fueron—guardada entre las páginas de un libro que él dejó a medias. El posavasos comprado en una feria del pueblo vecino—cubierto de polvo como una esperanza olvidada. Y esa leche condensada. Al principio, no la tiró, como si deshacerse de las latas significara romper definitivamente. Luego, simplemente se acostumbró a su presencia. Como al vacío del piso.
No hubo peleas. Ni gritos. Ni platos rotos. Víctor simplemente se apagó. Primero dejó de mirarla a los ojos. Luego cambió el «nosotros» por el «yo». Después empezó a llegar tarde, con olor a humo ajeno y cansancio. Todo ocurrió en silencio, sin drama. Hasta que un día dijo: «Necesito tiempo»—y se fue. Primero a casa de «amigos». Luego, para siempre. Sin palabras fuertes, sin punto final. Como el agua que se escapa lentamente de una taza agrietada.
Ana no sintió rabia. En serio. Solo tardó en entender cómo seguir viviendo. Los primeros meses, por inercia, preparaba té para dos, revisaba el tiempo, escribía mensajes que nunca enviaba. Luego empezó a borrar sus huellas. De la cama. De las cortinas. Del aire en las habitaciones. Aprendió a estar sola. Despacio. Con pesadillas. Con dolores repentinos en el pecho que llegaban como ecos de un pasado que no se había apagado.
El trabajo la salvaba, pero no la calentaba. Sus compañeros de oficina eran como decorados—educados, pero vacíos, como servilletas de papel. Su familia, lejos, a cientos de kilómetros. Sus amigas, sumergidas en sus propias vidas: hijos, maridos, publicaciones sobre dietas saludables. Ana, en cambio, se quedó paralizada. Como un fotograma de una película donde la protagonista se detiene en un cruce, sin saber si dar un paso al frente o esperar un milagro.
Un día, en un autobús lleno, vio a una anciana. Tendría más de setenta, llevaba una bolsa gastada y una mirada vacía, como si la vida se le hubiera desvanecido. Ana la observó y se reconoció. No en las arrugas, sino en ese silencio interior donde ya no se espera nada nuevo. El miedo le apretó la garganta como el viento frío de la calle.
Esa misma noche se apuntó a clases de baile. Luego, a un taller de cerámica. Después, fue al cine sola. No para encontrar a alguien. Para encontrarse a sí misma—la que existía antes de Víctor, antes de las expectativas, antes de que el amor fuera su único horizonte.
No esperaba milagros. Solo volvía a sí misma. Paso a paso. Una nueva manta, que le gustaba solo a ella. Un aroma distinto en el baño—con notas de bergamota, amargo, como recordatorio de que todo pasa. Un té nuevo, sin azúcar, pero con un regusto a libertad. Tenía sus propias noches. Sus propios pensamientos. Sus propios silencios. Y, por primera vez en años, la sensación de que la soledad no era una jaula, sino un espacio donde había sitio para ella.
A Víctor lo vio tres años después. En una farmacia de barrio. Estaba en la cola, con una caja de paracetamol en la mano. Su pelo había encanecido, la espalda se le encorvaba, y la chaqueta—la misma de antes—parecía tan desgastada como su mirada. Tenía el aspecto de alguien que llevaba años persiguiendo algo que ya se le escapó.
La vio y se quedó quieto:
—Hola—dijo con voz temblorosa, como la de un chiquillo.
—Hola—respondió ella. Serenamente. Aunque, por dentro, todo se contrajo un instante, como si le clavaran una aguja.
Silencio. Como un abismo. En él cabían años perdidos, preguntas que no hizo, respuestas que ya no importaban.
—¿Qué tal?—preguntó él, mirando al suelo.
—El plazo de caducidad ha expirado—contestó ella con una sonrisa ligera. Sin sarcasmo. Simplemente. Como quien cierra un libro.
Él no entendió. O quizá sí, pero no dijo nada. Solo la miró un segundo más, como esperando que añadiera algo. Pero Ana ya se había vuelto hacia los frascos de hierbas. Con calma. Sin ira. Sin dolor.
Hoy hizo té. Sacó otra lata de leche condensada—la que estaba escondida en el fondo, con la tapa oscurecida y un abollón. El olor era el mismo—áspero, oscuro. Pero ya no dolía. Ya no la llevaba al pasado. Solo estaba allí, como un hecho: todo tiene fin. Incluso lo que parecía eterno. Incluso el amor.
Removió una cucharada en la taza. Bebió un sorbo. El sabor era extraño, pero ya no cortaba. Era honesto. Como un recuerdo que, al fin, se suelta.
La leche condensada le recordaba: hasta los momentos más dulces se echan a perder. Y está bien. Porque cuando algo termina, siempre queda espacio para lo nuevo. Con otro sabor. Con otra fuerza. Con otro plazo—pero ahora, el tuyo.