**Diario de un Hombre: Caducado**
El amanecer de ayer en un pequeño pueblo de Castilla recibió a Lucía con un frío que calaba los huesos. La cocina, impregnada de la humedad de las paredes antiguas, permanecía en silencio, solo interrumpido por el crujir ocasional del suelo. La luz matinal se filtraba por la ventana empañada, proyectando una sombra alargada y vacilante, como si ella misma temiera ocupar demasiado espacio. Lucía encendió la vieja tetera, que silbó como un animal despertado, y buscó a tientas en el armario una lata de leche condensada. Sus dedos se detuvieron en el metal frío. La fecha de caducidad había pasado hacía dos años. Y, por alguna razón, eso le trajo un alivio extraño.
Hace cuatro años, Javier trajo a casa una caja entera de esas latas. “Por si acaso, siempre viene bien”, dijo, riendo mientras compartían una, sentados en el suelo, acompañada de un té fuerte. Entonces discutían qué era más dulce: la leche condensada o sus bromas tontas, que la hacían reír sin parar. Siempre dejaba una gota en su mejilla, que ella limpiaba fingiendo enfado. Pero todo cambió. Las risas se apagaron. La caja quedó olvidada en el trastero, como un monumento a un pasado que no se atrevía a desmontar.
Lucía abrió la lata con dedos temblorosos, como si temiera despertar algo dormido. El olor la golpeó: amargo, con un regusto a óxido. No le recordó a Javier. Le recordó a ella misma, a la que creyó que el amor podía sellarse como una lata y durar para siempre. Pero hasta la leche condensada, al parecer, sabe morir. En silencio. Sin avisar.
Todo lo que quedaba de Javier tenía fecha de caducidad. Su jersey, que a veces aún usaba, primero por su calor y luego solo por costumbre. La entrada al teatro local que nunca usaron, guardada en un libro que él dejó a medias. El posavasos comprado en una feria cercana, cubierto de polvo como una esperanza olvidada. Y esa leche condensada. Al principio, no la tiró, como si deshacerse de las latas significara aceptar el final. Luego se acostumbró a su presencia, como al vacío en el piso.
No hubo gritos, ni platos rotos. Javier simplemente se apagó. Primero evitó sus ojos. Luego cambió el “nosotros” por el “yo”. Desaparecía hasta tarde, oliendo a humo ajeno. Todo ocurrió en silencio. Hasta que un día dijo: “Necesito tiempo”, y se fue. Primero con amigos. Luego, para siempre. Sin drama. Como el agua que se escapa de una taza rota.
Lucía no se enfadó. Pero tardó mucho en entender cómo seguir. Los primeros meses hacía té para dos, chequeaba el tiempo, escribía mensajes que no enviaba. Poco a poco borró sus huellas: de la cama, de las cortinas, del aire. Aprendió a vivir sola. Con pesadillas, con dolores repentinos en el pecho.
El trabajo la distraía, pero no la abrigaba. Sus compañeros eran como decorados: educados, pero vacíos. Las amigas, ocupadas con hijos y maridos. Lucía se sentía congelada, como una escena de película en la que la protagonista no sabe si avanzar o esperar a que algo cambie.
Un día, en el autobús, vio a una anciana. Llevaba una bolsa gastada y una mirada vacía, como si la vida se hubiera desvanecido en ella. Lucía sintió miedo. No de la vejez, sino de esa quietud interior donde ya no se espera nada nuevo.
Esa misma noche se apuntó a baile. Luego a cerámica. Fue al cine sola. No para encontrar a alguien, sino para recuperarse. Compró una manta nueva, un perfume con notas de bergamota. Descubrió que la soledad podía ser espacio, no prisión.
Tres años después, se cruzó con Javier en una farmacia. Llevaba paracetamol y la misma chaqueta de siempre, ahora ajada. Él la miró, incómodo:
—Hola.
—Hola —respondió ella, serena, aunque algo se estremeció dentro.
Silencio. Años no vividos. Preguntas sin respuesta.
—¿Qué tal? —murmuró él.
—Caducó —sonrió levemente. No con amargura. Solo como quien cierra un capítulo.
Él no entendió. O quizá sí. Pero ella ya se volvió hacia los frascos de hierbas. Sin ira. Sin dolor.
Hoy preparó té. Encontró otra lata, escondida en el fondo, con la tapa oxidada. El olor era el mismo, pero ya no le dolía. Era solo un hecho: todo termina. Incluso lo que creemos eterno.
Mezcló la leche en el té. El sabor era distinto, pero honesto. Como un recuerdo que por fin se suelta.
La leche condensada le recordó que hasta los momentos más dulces caducan. Y está bien. Porque cuando algo termina, hay espacio para algo nuevo. Con otro sabor. Otra fuerza. Otra fecha. Pero esta vez, solo tuya.