Era el día más importante de mi vida. Miré por última vez la casa de campo, la corrala, y por una vez, todo me parecía en orden. Las niñas, Lucía y Rosa, tenían los moños bien atados. Diego, el mayor, se había aseado con agua fría. Micaela, mi suegra, estaba ya sentada en el sofá, con su mantón de Almería, arreglada “pa la pisha”, como siempre decía. El año anterior, Juan me avisó por teléfono que iba a venir ese día, y no solo él… Venía con una sorpresa.
Llevaba días inquieta. Solo por ahí, en el ayuntamiento, había un teléfono funcional, y tenía que salir corriendo nada más oír que mi marido regresaría. Dos meses llevaba trabajando en Madrid, encontró aquella faena como almacenero, que en el pueblo no había ni sombra de empleo.
Yo lloraba aquel día:
—Juan, ¿cómo puede una familia ser así? Tú en Madrid y nosotras con los niños aquí, solas.
—Vaya histérica, ¿como si te fuera a ir para siempre? Mira, el tejado de la casa se va a caer, las chicas van a la escuela este año y en el pueblo no hay trabajo.
—Lo entiendo, pero no es justo. ¿Y si vienes con nosotras?
Me apartó con suavidad.
—Mica, ¿qué te pasa? Pues claro que es mejor para mí ir solo. Si todos vamos, te lo digo yo, ¡lo que gane acabará pagando el alquiler! En Madrid es caro hasta el pan.
Sabía que tenía razón. El dinero era necesario, y mi suegra tenía una choza con un huerto y una habitación libre. Aunque el alma se me partía, tuve que dejarlo ir.
Un mes más tarde llegó el primer ingreso de su cuenta bancaria. Me puse aquel vestido nuevo, el que me había costado la mitad del sueldo, y fui a las oficinas de Caja Rural. No por vanidad, sino por callar las zaragüillas de las vecinas. “Ahí va Micaela, la pobre que el marido la dejó por Madrid y con tres hijos”, decían. Pues que vieran que no me había convertido en mendiga.
Cuando entré con el carné de identidad entre las manos, todo el pueblo ya estaba allí: las viejas cobrando pensiones, los chicos con sus nóminas. Les serví de lección. Me miraron, susurraron, y ya no hubo más bola. Pero ayer recibí otra llamada de Juan. La “sorpresa”: algo me decía que no iba a ser un televisor nuevo. Aunque la curiosidad me mordía, ¿qué más daba? El principal, que era Juan.
Había hecho arder la yacija para recibirlo. Siempre me ha gustado el calor del fuego a su lado. Micaela se reía:
—Y mira, ¿ahora dan saltos como la cabra? ¿Es que vuelve el husme?
—¡Micaela, por favor! Juan siempre ha trabajado, ¿o no se lo vio nunca con las manos chamuscadas del forjador?
—Ya, pero el exceso de trabajo no cura el palo. Lo sabes de sobra.
Bajé a la puerta y allí estaba. Juan, y la sorpresa: una morena alta, con zapatos de tacón y ojos que parecían dos cuchillos. Me paré de piedra, noté las miradas de los vecinos espiando desde los balcones. Juan abrió la verja y la introdujo.
—Hija, te presento a Pepa… Vamos a casarnos.
El mundo se me vino abajo. Las niñas gritaron:
—¡Mamá! ¿Y papá? ¿Por qué no vive con nosotros?
Micaela soltó un suspiro y cerró la puerta.
—No hay nada más que ver. Que se vayan, que se larguen.
—Mamá, ¿no me abrazas siquiera?
—Lo único que tengo aquí es esta casa, y tú la destruiste.
Pero el asunto se pelaba más que eso. Juan había vendido la casa. Pa ganar un dinerillo, según decía. Pepa quería comprarla, pero al final le habían dicho que ya no era suya. La más joven, la Pepa, venía con planes de mudar a sus hijos y convertir el rancho en hotel rural.
Micaela, con su andar caminaleño, se levantó del sofá, cogió su manta y dijo:
—Vete. Que ya no hay aquí un hijo tuyo.
Al día siguiente, los desconocidos llegaron con papeles y un sedán negro. El alcalde tuvo que intervenir. El pueblo acudió, gritó, como si el mundo fuera a acabar. Pero al final, el derecho es el derecho. Juan había hecho el trato, y Micaela, Pepa y yo nos quedamos con las manos vacías y una lista de lo que se podía llevar: la mesa, dos sillas, el arcón viejo…
Me pasé semanas durmiendo en el sofá. Micaela y yo, con el rancho de su hermana en Villanueva, que era más grande. Las niñas jugaban en el jardín mientras Diego se dedicaba a arreglar la valla del huerto. De vez en cuando, la viuda de don Ramón nos llevaba bocados. “Para no quedar mal”, decía.
Un año después, en la víspera del Día de la Constitución, revisaba con Micaela las cartas que Lucía y Rosa habían ganado en el colegio. La vida ya no era perfecta, pero era nuestra. Incluso Micaela, con su manera brusca, había aprendido a cocinar los días justos y a callar sus garras cuando se lo pedíamos.
Hasta que un día, Diego entró corriendo:
—Mamá, papá está en la verja.
—¿Qué quiere este? ¿Para qué vuelve?
No esperamos mucho. Vincente, el alcalde, nos lo confirmó: Juan había regresado. Al parar en la puerta, Pepa ya no le quería. Se lo había llevado todo, y ahora venía con las manos vacías. El pobre caminaba a trompicones, con una maleta destartalada colgando de un hombro.
—Mamá, ¿dónde está la comida? ¿Y el fuego?
—Si es que sigues pensando que el mundo es tuyo, ¿no?
Levanté la escoba con firmeza. No había peleas, ni gritos. Solo el pánico en sus ojos y el eco de los gritos del pueblo: “¡Que vaya, mujer! ¡Que le de el agua que se ha bebido!”
No le echamos. Solo le di una lección, como hacen por estas tierras. Después, ya con la cara roja y el pelo revuelto, nos abrazamos a todos: a Micaela, a las niñas, a Diego.
La vida como una sierra: va arriba y abajo. Pero lo que no se corta es el amor de una herida. Aprenda quien quiera.