EXTRAORDINARIO

Oye, yo… a gente como yo me dicen que tengo un “don”. Yo siempre lo vi como una maldición. Pero vamos por partes.
Cuando tenía un mes, mi madre dejó en la puerta de un orfanato de Zaragoza. Ni idea de por qué me abandonó, quizás ella también tenía ese “don” y no quiso que yo pasara por lo mismo. Total, que me crié allí, sin conocer a mis padres. La primera que notó mi cosa fue Doña Margarita, una educadora. Contaba que un día, jugando, un chaval me quitó mi juguete, y de repente… según sus palabras: “¡Te juro que le vi salir volando hacia la alfombra al otro lado de la habitación! Y tú, recogiste tu juguete”.
Doña Margarita era un cielo. Enseguida pilló que era especial, y que si se enteraban, me harían la vida imposible. “No quiero que te lleven para hacer experimentos”, me decía. Así que ella misma me guió, ayudándome a controlar mis poderes. Si me enfadaba mucho, podía mover objetos o incluso gente. Sentía la energía de la gente al instante, sin necesidad de saludarlos. ¿Buena habilidad? Pues a mí me parecía que la gente notaba que era rara y se alejaba. Por eso, ninguna familia nunca me quiso adoptar. Era doloroso; quería cariño, amor, una familia de verdad. Quería saber lo que era tener madre.
Solo tenía una amiga de verdad en el orfanato: Marina. Bueno, se llamaba Marina, pero odiaba ese nombre, así que siempre le decía Mari. Mari era genial; nos lo pasábamos bomba. Ella era mi familia y yo la suya. Sabía de mis poderes y jamás los delató, ni pidió que los usara para ella. Se lo agradecía un mundo. Mari había perdido la esperanza de ser adoptada, ¡ya tenía quince años! Y todos sabemos que a los “mayorcitos” nadie los quiere.
Un día, Mari entró en la habitación como un ciclón, los ojos encendidos. La sentí, esa energía suya frenética.
—¿Qué pasa?
—¡Alba, Alba! ¡No te lo crees! ¡Me adoptan! ¡Voy a tener familia!
Mari se lanzó sobre mí y me abrazó, girando como loca.
—¡Han encontrado una pareja que me quiere! ¡Qué suerte!
Se paró en seco, mirándome seria.
—Tranqui, que te vendré a ver. Y cuando te adopten a ti, ¡amistad de familias! Venga, vamos, te los presento, están con la directora.
Y me arrastró de la mano hasta una puerta que se abrió en ese momento.
Salieron un hombre y una mujer. El tipo, grande, hombrones, barbilla puntiaguda, pómulos marcados. Sentí su energía al instante. Y no me gustó nada lo que sentí. Del hombre salía algo brutal… violencia pura. Rabia. Mala hostia. La mujer parecía débil, asustada. Una fatiga y un vacío que daban penita.
—¡Ah, Marina! —El tío sonrió de oreja a oreja. Me recorrió un escalofrío—. Casi hemos terminado los papeles. Mañana te vienes con nosotros.
Marina se abalanzó a abrazarle. Y en ese momento, sentí otra cosa más en la energía del tío. Como amor, pero no… no era cariño de padre. Era otra cosa. Como lujuria…
Volvimos a nuestra habitación. Mari no paraba de moverse, eufórica. Yo me senté en la cama, intentando digerirlo todo. A lo mejor me lo imaginaba.
—¿Qué te pasa? —Mari se sentó a mi lado—. No te pongas así, juro que nos veremos.
—Mari, esa pareja… no me fío. Hay algo raro. Ese hombre… no tiene buena vibra.
Mari frunció el ceño.
—¡Basta ya, Alba! ¿Es que me tienes envidia? ¡He esperado esto tanto tiempo! Por fin tendré familia, y Pablo es súper majo, hablé con ellos, son encantadores, atentos. Dice que hasta tendré un cuarto enorme solo para mí, ¿te imaginas?
—¡Mari, tú sabes que siento a la gente!
—Venga, ¡déjalo! —Mari se levantó de un salto y se fue hacia la ventana—. Los psicólogos y la directora los han revisado todo. Son idóneos. Él trabaja, ella está en casa. ¡Pasaré todo el día con mi madre! Tienen todos los papeles. Si fueran unos monstruos, ¿no saldría algo en su pasado?
—Yo… yo pensé que te alegrarías por mí. Eres mi amiga —dijo con la voz quebrada.
Me dio vergüenza. La abracé por detrás.
—Perdona, claro que me alegro, compañera. Tienes razón, me lo imaginé. Es que… no quiero que te vayas.
—Tranqui, tú solo tienes siete años, seguro que te adoptan. Bueno, voy a hacer la maleta.
Dormí fatal aquella noche. Soñé con Pablo. Era un monstruo, los ojos llameaban de rabia, casi le salían babas como a un perro.
Mari me sacudió apenas amaneció. Iba lista, maleta hecha. Bajé al portal y me costó un mundo soltarla al despedirnos, como si abrazándola fuerte pudiera salvarla. Cuando Mari se metió en el coche y los educadores volvieron dentro, me quedé sola en la puerta. Solo yo vi que, al entrar, la nueva madre de Mari suspiró, como aliviada. Y Pablo… sonrió con la boca torcida, malévolo.
El día se me hizo eterno. Doña Margarita se dio cuenta. En el patio, me llevó a un rinc
Y aunque mi ‘don’ siguió dando miedo a otras familias, a nosotras tres jamás nos faltó nada, pues entre las paredes de nuestra casa, rodeadas del olor a tortilla y cariño, aprendimos que la fuerza más poderosa siempre había sido esa: el amor de madre.

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