Expulsó a su esposa tras la traición, pero dejó todo bien. Sin embargo, no quería saber nada más de ella.

**El Hombre Rico**

Echué a mi esposa Lucía después de descubrir su infidelidad. Claro, la dejé bien cubierta económicamente. Pero ya no quería saber nada de ella, bajo ningún concepto.

—¡Tú tienes la culpa! ¡Daniel, perdóname! —decía ella sin ton ni son.

—¿Te has vuelto loca a estas alturas? —le gritaba yo—. ¡Vergüenza me has dado! ¡Date con un canto en los dientes porque solo te echo de casa!

Lucía tenía entonces cuarenta y seis, igual que yo. Gracias a mi dinero, parecía que no pasaba de los treinta. ¡Y eso también me sacaba de quicio! ¿Quién iba a fijarse en una mujer de su edad sin todas esas inversiones en cirugías y tratamientos?

Pero eso ya es pasado.

—¿Daniel, qué tal? ¿No me saludas? —me llamó un vecino del barrio, creo que se llamaba Javier.

Apreté los dientes. ¡Vaya castigo! Hacía años que me había mudado de aquel edificio, pero siempre me reconocían. Y mira con quién, ¡con el borracho del barrio! Uno más de tantos…

Bajé la ventanilla del coche y mi chófer, Álvaro, preguntó en voz baja:

—¿Necesita ayuda, señor Delgado?

Le hice un gesto para que no se moviera. Entré al portal sin dignarme a mirar al exvecino. ¿Era solo un vecino? ¿O algo más? Quizá un amigo, hace demasiado tiempo.

—¿Nunca te volviste a casar, después del divorcio? ¿Sigues soltero? —insistió Javier.

¿O era Antonio? Da igual. Llevaba medio vida intentando olvidar esa época. Cuando éramos jóvenes, Javier, los demás y yo éramos chavales del barrio. Salíamos juntos, bebíamos el vino más barato… ¿Hace treinta y cinco años? Y ahora tenía que saludar a un perdido, solo por culpa de mi madre…

—¡Hola, mamá! —grité al abrir la puerta del piso.

—¡Danielito! —respondió ella, emocionada.

¿Por qué no se mudaba conmigo a mi casa en La Moraleja? Pero no, ella tenía que aferrarse a este piso, su nido familiar, como si su vida dependiera de ello.

—¿Cómo estás, mamá?

A sus setenta y ocho, seguía lúcida. Caminaba quince mil pasos al día con sus bastones, manejaba las compras online sin problema y disfrutaba del cine en el equipo que le había regalado, aunque no perdía ocasión de criticar el “arte decadente”. Viajaba dos veces al año, a zonas cálidas o Europa. Una señora moderna. Yo me enorgullecía de ella. Pero su terquedad con este piso… no lo entendía. Y siempre acabábamos en la misma conversación.

—Mamá, ¿y si te vienes conmigo? Así no tendría que estar yendo y viniendo.

—¿De qué hablas? —preguntó Carmen, fingiendo inocencia.

Era experta en hacerse la despistada cuando le convenía. La quería… y, cuando llegara el momento, la echaría de menos.

—¡Sabes de qué hablo! ¡Vente conmigo! ¡Terminemos con esto!

—Pues no vengas. No te obligo. Si quieres verme, quedamos en el centro.

¿Cómo podía decirlo tan tranquila? ¿Que no viniera? ¡Era mi madre!

—No puedo dejar de venir —respondí firme—. Necesito asegurarme de que estás bien. En casa y… en general.

—¿En general? ¿Te refieres a mi cabeza? —preguntó con falsa inocencia.

No pude evitar sonreír.

—Mamá, mamá… ¿No podrías dejar de comentar mi vida con tus comadres?

—¿Y yo lo hago? —levantó las cejas.

—¡Pues algo habrás dicho, si hasta los borrachos del barrio me preguntan si me he vuelto a casar!

—¡Pues igual deberías! Así me controlarías menos.

—¿Así lo ves? —fruncí el ceño— ¿Que venga a verte es control?

—No solo vienes. Da la impresión de que esperas a que me vuelva débil para llevarme a tu chalet de La Moraleja.

—¡Mamá! —me indigné.

Ella se levantó del sillón y dio un golpe con el pie:

—¡Exacto! ¡Por la fuerza! Tú no entiendes que solo quiero vivir tranquila en mi casa. ¡Donde te crié, desagradecido!

Hasta retrocedí. ¿Qué le pasaba?

—Vendré otro día… —murmuré, yéndome.

—¡Ojalá vinieras alguna vez sin sacar el tema! ¡No pienso irme a esa urbanización de nuevos ricos! —gritó detrás de mí.

Vivía en una urbanización a ocho kilómetros de La Moraleja, pero mi madre no se molestaba en distinguir. Para ella, todo era lo mismo: nuevos ricos, advenedizos, etc.

Mi madre había sido catedrática de literatura en la universidad. Mi padre murió joven, a los cincuenta y dos. Aún estaba llena de vida, y yo le habría apoyado si se hubiera vuelto a casar, pero ella dijo:

—Después de Francisco, esa parte de mi vida no me interesa. ¡Hay tantas cosas hermosas en el mundo! ¿Acaso todo el mundo está obsesionado con el matrimonio?

Yo entonces estaba feliz con Lucía. Me dio pena por ella, pero en fin. Su decisión. Yo seguía creciendo económicamente, criando a mi hijo, Pablo. Pero el muy ingrato se fue a estudiar a Inglaterra y nunca volvió. Así que, tras el divorcio, me quedé solo. Y aunque no me molestaba… a veces me preguntaba: ¿acabaría como mi madre?

Cuando me senté en el coche, miré ese patio que antes me parecía tan agradable. ¿Cuándo había perdido el contacto con la gente?

—¿A casa? —preguntó Álvaro.

—No, a la oficina. Tengo pendientes.

Había que revisar los documentos de Compás. Merecería la pena invertir treinta millones de euros… o no. Mi gerente ya lo había estudiado, pero yo revisaba todo.

En el espejo, vi la mirada de Álvaro. Era de empatía.

—¿Qué pasa? —pregunté, molesto.

—Trabaja mucho, señor Delgado. Con su dinero, yo ni un día más. Me sentaría junto a la piscina con un puro y una copa… ¡y que nadie me moleste!

Me reí. Álvaro era joven y sincero. Nunca llegaba tarde, nunca se quejaba. ¿Cuándo había estado de vacaciones? Quizá yo también debería irme a una isla…

—¿Estás cansado? —pregunté.

—No, todo bien.

—Podrías irte de vacaciones.

—¡Ya descansaré en el más allá! —filosofó.

—Bah. Olvidemos la oficina. Que me manden los documentos. A casa.

Por el camino, pensé en invitar a cenar a alguna chica. No me faltaban opciones: jóvenes, guapas, algunas hasta inteligentes. Era agradable pasar tiempo con ellas, pero odiaba ver en sus ojos la esperanza de que me casara con ellas.

Al final, preferí una buena botella de vino y un libro. Abrí un Château Mouton Rothschild 2004. Una noche perfecta para un multimillonario solitario.

Pero mis pensamientos volvían a mi madre. ¿Por qué no se mudaba? Tenía un jardín enorme, servicio, comodidades…

Entonces lo entendí. ¡Estaba solo! ¡Necesitaba a mi madre! ¡A los cincuenta y cuatro años!

No había sabido conservar a mi familia. Trabajé sin parar, descuidé a Lucía, y ella buscó compañía en un vecino. Fue mi cocinera, Marina, quien me abrió los ojos.

La eché sin dudarlo, claro. Le dejé una buena pensAl final, comprendí que la riqueza no está en el dinero, sino en las personas que nos acompañan, y por primera vez en años, me sentí verdaderamente afortunado.

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MagistrUm
Expulsó a su esposa tras la traición, pero dejó todo bien. Sin embargo, no quería saber nada más de ella.