Expulsada como un perro callejero

**Diario Personal**

Hoy no sé dónde estoy ni adónde voy. Solo caminaba bajo la tormenta, sin sentir el frío que me calaba hasta los huesos.

—¡Señorita, se le ha caído el móvil! —gritó un desconocido, alzando la voz para superar el ruido del aguacero.

Me giré sin ganas. Todo me daba igual. El hombre sostenía mi teléfono, empapado, con la pantalla rota.

—¿Es suyo? —preguntó con una expresión que no entendí.

—Sí… —murmuré. Ni siquiera reconocía mi propia voz.

—¿Qué hace sola bajo esta lluvia? ¡Se va a poner enferma! —Su tono era sincero, casi protector.

No sé por qué, pero lo seguí hacia un pequeño café en la esquina. El calor del local contrastaba con el vacío que llevaba dentro.

—Me llamo Javier —dijo, sonriendo con calma—. ¿Y usted?

—Lucía… —respondí, clavando la mirada en la mesa.

—¿Qué la trae por aquí en un día así? Hasta los perros buscan refugio cuando arrecia el temporal.

Sus palabras me dolieron más de lo que esperaba. Algo se quebró dentro de mí.

—A mí… a mí me han echado como a un perro callejero —confesé, y noté cómo las lágrimas quemaban mi garganta.

Los recuerdos volvieron como un golpe. Hace diez años llegué a Madrid desde Sevilla. Trabajé sin descanso, levanté una cafetería con Alejandro, compramos un piso en las afueras… Todo por nada. Hoy, después de años aguantando sus gritos, levantó la mano contra mí. Me fui con lo puesto: el DNI, la tarjeta y este móvil que ya no sirve para nada.

—Está destruido —observó Javier, intentando distraerme.

Pero yo solo veía el abismo. Sin familia cerca, sin amigos… Nada. Y entonces, sin querer, rompí a llorar.

—No es por el teléfono, ¿verdad? —preguntó él con suavidad.

—¿Por qué se preocupa por mí? ¡Ni siquiera nos conocemos! —salté, aunque sabía que mi ira era puro miedo.

—No hace falta conocerse para ayudar —respondió, sin alterarse.

Al final, le conté todo. Lo de Alejandro, lo del vino que no compré, el golpe en las costillas… Y su reacción no fue la que esperaba.

—Mi hermana pasó por lo mismo —dijo en voz baja—. Déjeme ayudarla.

—¿Y qué voy a hacer? —me burlé de mí misma—. Volveré en dos días, él se disculpará, y todo seguirá igual.

—¿Y si esta vez es diferente? —insistió—. Quizá sea la señal para empezar de nuevo.

Sus palabras resonaron en mi cabeza. ¿Una vida nueva? El miedo siempre me detuvo antes, pero ahora…

—Venga conmigo —propuso—. Tengo un lugar seguro donde puede quedarse. Arreglaré su móvil. Después decidirá qué hacer. ¿Le parece?

—Gracias… —susurré, y por primera vez en años, sentí que el peso se aligeraba.

Quizá sea el momento de dejarme cuidar. Aunque solo sea por esta noche.

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