**Exhalación**
Ayer, a Carmen le cumplieron 47 años. Dos años atrás, su vida se había quebrado. Era increíble cómo una frase tan trillada podía resumir con tanta exactitud lo que le había ocurrido.
Carmen encontró un vestido apenas unos días antes de su cumpleaños. Llamó a su madre y le dijo que había comprado uno azul. Su madre le exigió verlo en persona de inmediato. Cuando Carmen se lo puso, su madre no pudo contener la emoción. «¡Qué muñeca estás! Pero, cariño, ¿azul? Esto es turquesa». Qué generación más extraña. Quizás porque en su época iban a las modistas, discutían patrones, elegían telas. Cada vestido era un acontecimiento.
En fin, el vestido turquesa, ahora consciente de que no era «un simple azul», aguardaba su gran noche.
Para ese cumpleaños, Carmen invitó a sus pocos familiares y amigos. El restaurante les preparó una mesa en el último rincón de un salón pequeño y acogedor.
Su prima Natalia brindó durante unos diez minutos. Contó cómo, a los dieciséis, se emborracharon y trataron de coger un taxi. No recordaban cómo se declinaba la palabra «iglesia» y le repetían al taxista: «¿Qué no entiende? ¡Vivimos junto a la iglesia! ¡La iglesia! Pueblecito-La Perdiz. Llévenos al centro, después le enseñamos». Natalia propuso emborracharse hasta olvidar cómo decir sus direcciones, pero le arruinaron el romanticismo al recordarle que todos se alojaban en el mismo hotel del restaurante. «Ni una pizca de romanticismo queda», se rio ella. Su marido la secundó: «¡Ya no nos colamos por las ventanas de nuestras amadas! Pero solo porque tienen mosquiteras. Si no, lo haríamos sin dudar. Yo el primero». «Claro. Tú vives en un apartamento de planta baja», soltó Carmen entre risas.
Luego brindó Álex, el marido de Irene, su otra prima. Álex recordó un viaje a Marbella años atrás. Primero, todos ganaron en el casino. Después, lo perdieron todo hasta el último céntimo. Al salir, Carmen dijo: «¿Qué haríais sin mí? Guardé un par de euros para vino y tapas». Y así bebieron y luego pasearon por el paseo marítimo cantando *Bajo el ala del avión*. «¡Brindemos por esta mujer increíble que nos salvó de morir de hambre y sed!». El marido de su madre, Gonzalo, lamentó que el restaurante no tuviera báscula para celebrar a lo grande. Y todos empezaron a cantar *Bajo el ala del avión*, bajando la voz como en aquella escena clásica de la sauna.
La velada fue maravillosa. Su marido, eso sí, no brindó, pero nunca supo hacerlo. Siempre bromeaba diciendo que no era un orador, sino un informático.
Al día siguiente, quedaron para desayunar juntos y pasear por el Retiro. Por la tarde, todos se marcharon, y Carmen y su marido quedaron solos en el piso.
Él, mirando hacia el rincón donde estaba su escritorio, dijo que tenían que hablar. Y a Carmen le invadió un mal presentimiento. En realidad, lo había tenido todo el día. Pensó que no había bebido tanto, pero algo la estremecía por dentro. Su marido le confesó que había conocido a otra mujer y que se iba en ese momento. No quiso arruinarle la fiesta.
El año siguiente fue el año de la P. Pérdida, pena, piso nuevo, prostración, parranda, pena…
Para su 46º cumpleaños, Carmen decidió cambiar de letra. Se despertó y fue a pasear por la playa. Incluso en sus días más oscuros, intentaba caminar cada mañana. Hacía frío. Enero. La playa estaba desierta. Esa frescura, esa soledad, o quizá la energía del mar, la levantaron por dentro. Y, de pronto, lo supo: estaba curada. Nunca había creído en esas cosas energéticas, pero en ese momento sintió físicamente cómo la oscuridad y la amargura se esfumaban.
Aunque, eso sí, no conseguía exhalar del todo.
Carmen decidió que el siguiente año sería el de la N. Nuevos comienzos, nueva «yo», ¡y no pasarán!
Ese mismo día, creó un perfil en una web de citas. De todos los que le escribieron, solo uno le gustó. Se conocieron. Fue hace un año.
Ni siquiera podía creer que su vida hubiese cambiado otra vez de forma tan radical. ¿Se notaría en las líneas de su mano? ¿Acaso su línea de vida se interrumpía y empezaba de nuevo? Justo hoy. Carmen respiró hondo el aire matutino, pero aún no lograba exhalar por completo.
Llamó a su madre para despedirse.
«Le conté a Elena que te ibas de viaje, y quiere que pases la noche con ellos», dijo su madre.
«Vale, los adoro. Pensaba ir directa a los Pirineos, pero me quedaré una noche con ellos en Madrid. Y desde allí, queda un suspiro. Llegaré a casa de los Lolos para el almuerzo».
Los «Lolos» era el apodo de Luis y Lola López, por las tres eles. Y seguían siendo «sus» amigos.
Al anochecer del segundo día, Carmen llegó a Madrid. Elena y Félix ya tenían la mesa puesta y le advirtieron que no se llenase con los entrantes porque había sorpresa. Veinte minutos después, llegó la «sorpresa». Elena dijo:
«Carmen, te presento a Víctor. Nuestro vecino. Por desgracia, se muda a Girona. Pero hoy nos regala su lubina al horno, con receta secreta».
«Encantado», dijo Víctor.
«Igualmente», respondió Carmen. Le gustó tanto que hasta sintió un poco de vergüenza por Íñigo, a quien iba a ver en los Pirineos. Víctor tendría unos cincuenta. No era guapo ni atlético, pero su sonrisa era sincera e inteligente.
«Bueno, gente, ¿a quién esperamos?», alzó su copa Félix.
Víctor sirvió vino para Carmen y para él. «¿Nos tuteamos? Al fin y al cabo, somos jóvenes».
«Encantada», sonrió Carmen. Y Víctor anunció: «¡La juventud está lista! ¡Salud!».
Todos rieron y brindaron.
«¡Hoy hay tantas delicias como en Nochevieja! Víctor, no soy muy de pescado, pero esta lubina es increíble. Félix, tu ensaladilla rusa, como siempre, perfecta. ¡Ni en la nevada del siglo ni ahora falla!», dijo Carmen entusiasmada.
«¿Qué nevada del siglo?», preguntó Víctor.
Félix exclamó: «Sirve, que ahora viene la leyenda familiar de la tormenta».
Y, tras probar su propia ensaladilla, Félix comenzó: «Fue nuestro primer invierno en España. Hace casi treinta años. Avisaron de una gran nevada al día siguiente. Lo repetían en todas las cadenas cada cinco minutos. Informaron de que cerrarían colegios y oficinas. Ya sabes cómo es. Nos preparamos bien: compramos vino, yo corté ingredientes para un tazón de ensaladilla. A las seis, estábamos en casa de los padres de Carmen, bebiendo. Hasta a Carmen, con diecisiete, le dimos un par de tragos. Empezó a nevar. ¡Precioso! Copos enormes. Pero la tormenta no llegaba. Seguimos bebiendo. Nos acabamos la ensaladilla, pero nada. Terminamos el vino y fuimos a despedir a la familia de Carmen. Había unos diez centímetros. A la mañana siguiente, supimos que *eso* había sido la tormenta».
Todos rieron, comieron lubina y ensaladilla. Y Carmen solo deseaba que la noche no terminase. Pero, una hora después, Félix empezó aY al día siguiente, cuando el sol se asomó sobre el mar y Víctor le tendió la correa de su labrador blanco, Carmen, por fin, exhaló.