Ojalá fuera un don lo que tengo. Siempre lo vi como maldición, pero ahora lo dudo. Dejen que se los cuente desde el principio.
Con apenas un mes de vida, me abandonaron a las puertas de un orfanato en Sevilla. No sé por qué mi madre me dejó, quizás tenía este mismo “don” y temía que yo lo heredara. La cuestión es que crecí sin conocer a mis padres. Fue Margarita Alonso, una de las cuidadoras, quien notó primero mi peculiaridad. Contaba que, jugando un día, un niño me arrebató mi juguete. Sus palabras exactas: “Juro que vi a Arturo salir disparado contra la alfombra al otro lado de la habitación, mientras tú recuperabas tu muñeca”.
Margarita tenía buen corazón. Supo enseguida que era diferente y que, de saberse, mi vida sería un infierno. “No quiero que te lleven para experimentos”, me decía. Así que no solo me crió, sino que me ayudó a controlar estos poderes. Cuando me enfurecía, podía mover objetos… o personas. Sentía la energía de los demás como un campo palpable. No necesitaba hablar con alguien para saber si era bueno o malo. Sí, dirán que es útil. Pero la gente intuía mi diferencia y me evitaba. Por eso ninguna familia me quiso adoptar. Dolía. Como cualquier niño, anhelaba cariño, amor, una familia verdadera. Quería saber qué era tener una madre.
Solo tenía una amiga en el orfanato: Rebeca. Prefería que la llamara Becca. Era una chica estupenda. Siempre lo pasábamos bomba juntas. Éramos hermanas del alma. Sabía de mis habilidades y jamás las reveló. Ni siquiera me pidió usarlas para su beneficio. Se lo agradecí profundamente. Becca había perdido la esperanza de ser adoptada; ya tenía quince años. Todos saben que a los mayores nadie les hace caso.
Hasta que un día, Becca irrumpió en la habitación, los ojos encendidos. Su energía intensa me golpeó como una ola.
-¿Qué pasa?
-¡Sole! ¡No te lo vas a creer! ¡Me adoptan! ¡Tendré familia!
Becca saltó sobre mí, abrazándome fuerte y girándome en el aire.
-¡Han aparecido unos señores que quieren llevarme! ¡Qué suerte!
Se detuvo de pronto, mirándome seriamente.
-No te preocupes, te visitaré siempre. Cuando te adopten a ti también, seremos amigas de las familias. ¡Ven! Te los presento, están en el despacho de la directora.
Me arrastró de la mano. Nos paramos junto a la puerta justo cuando se abría. Salía una pareja. El hombre, grande, con hombros anchos, mandíbula afilada y pómulos fuertes. Sentí al instante sus energías vitales. Y lo que sentí no me gustó. De él emanaba brutalidad. Violencia sorda. Rabia. Ella era débil, asustada. Fatiga salvaje y vacío. Eso percibí.
-¡Ah, Rebecita! – El hombre esbozó una sonrisa forzada que me repugnó.
-Casi terminamos los papeles. Mañana te vienes con nosotros.
Rebeca se abalanzó a abrazarlo. Fue entonces cuando capté otra emoción en su campo: no amor paternal, sino lujuria. Puro deseo enfermizo.
De vuelta en la habitación, Rebeca correteaba de emoción. Yo, sentada en la cama, intentaba digerir la información. ¿Habría imaginado aquello?
-¿Qué te pasa? – Rebeca se sentó a mi lado –. No te pongas triste, te veré, prometido.
-Becca… esa pareja no me gusta. Algo falla. Él, ese Pablo Martínez… no es bueno.
Rebeca frunció el ceño.
-Basta, Sole. ¿Es que me envidias? ¡He esperado tanto esto! Por fin tendré familia, y don Pablo es encantador. Hablé con ellos, son tan atentos… Dice que tendré una habitación enorme para mí sola, ¿te imaginas?
-¡Becca, tú sabes que siento a la gente!
-¡Sole, déjalo! – Se levantó bruscamente y fue hacia la ventana –. Cada pareja la entrevistan psicólogos y la directora. Son perfectos. Él trabaja, ella está en casa. Pasaré todo el tiempo con mi nueva mamá. Lo tienen todo en regla. Si fueran malos, saldría en su historial.
Su voz temblaba.
-Pensé que te alegrarías por mí. Eres mi amiga.
Me avergoncé. La abracé por detrás.
-Perdona, claro que me alegro. Tienes razón, me lo imaginé. Es que no quiero separarme de ti.
-No te preocupes. Solo tienes siete años, te adoptarán seguro. Bueno, voy a hacer la maleta.
Dormí fatal. Soñé con Pablo Martínez como un monstruo, ojos incendiados de ira, colmillos goteando saliva. Becca apenas logró despertarme. Vestida y con su bolsa, bajamos. En la puerta, tardé una eternidad en soltarla del abrazo, como si pudiera salvarla así. Cuando subió al coche y los cuidadores volvieron al edificio, solo yo me quedé en el umbral. Y solo yo vi cómo la nueva “madre” de Becca exhaló aliviada al sentarse, mientras Pablo esbozaba una sonrisa pérfida con la comisura de los labios.
Estuve fuera de mí todo el día. Margarita lo notó. En el patio me llevó a un rincón apartado.
-Sole, ¿qué pasa? ¿Echas de menos a Becca?
-Señorita Alonso, ¿confía usted en mí?
-Por supuesto.
-La llevaron unas personas muy malas. Sobre todo ese Pablo Martínez. Es horrible.
Margarita reflexionó.
-Es grave, ciertamente. Tal vez la echas de menos, o quizás llevas razón. Pero no podemos hacer nada. Su expediente es impecable. Candidatos ideales.
-Pero… ¿por qué adoptó a Becca, siendo tan mayor? ¿Por qué no una niña pequeña?
-¿Adónde quieres ir a parar?
-No lo sé, señorita Alonso. Necesito pensar.
La dejé allí. El resto del día fue un tormento. Me dolía la cabeza, todo en mí gritaba que actuara. Al
Hoy, mientras paseaba con mi hermana Rina tomadas de la mano, sintiendo la calidez de mamá Margarita junto a nosotros, comprendí que aquella fuerza que tanto temí fue siempre la luz que nos guio hacia esta verdadera familia.