«Estoy embarazada», le dije feliz a mi marido. «Yo también», respondió mi hermana, saliendo de nuestro dormitorio…

—Estoy embarazada —dije, y la sonrisa se expandió sola por mi rostro.

Carlos, que estaba junto a la ventana, se quedó inmóvil. No se volvió, pero en el reflejo del cristal vi cómo sus hombros se tensaban.

Esperé abrazos, gritos de alegría, cualquier cosa menos esa postura rígida y extraña.

—Yo también —susurró la voz de Lucía.

Mi hermana salió de nuestro dormitorio. Llevaba puesta la camiseta de Carlos, la misma, mi favorita, con la que él solía dormir.

Se ajustó el pelo con un gesto tan cotidiano, tan familiar, que por un momento todo se oscureció ante mis ojos.

En mi memoria, como destellos, aparecieron escenas a las que antes no había dado importancia.

Carlos llegaba tarde por “una reunión”, y Lucía, que venía “solo a charlar”, miraba el teléfono con nerviosismo.

Se reían de un chiste que solo ellos entendían, mientras yo me sentía fuera de lugar en mi propia vida.

—¿Tienes llave, ¿verdad, Lucía? —le preguntó él cuando nos íbamos de vacaciones—. Por favor, riega las plantas. No hay nadie más en quien confiar.

Y yo me alegraba de lo unida que era nuestra familia.

—¿Qué? —pregunté, aunque lo había oído perfectamente. Mi voz sonó ajena, como de madera.

—Ana, puedo explicártelo —Carlos finalmente se giró. Su rostro estaba pálido como una pared de hospital—. No es lo que piensas. Es… un error.

Lucía me miraba sin pestañear. En sus ojos no había arrepentimiento, solo cansancio y una determinación fría.

—No es un error —cortó ella, mirando a Carlos—. Deja de mentir. Al menos ahora.

Él le lanzó una mirada furiosa.

—¡Cállate!

Mis ojos iban de él a ella. Del hombre con quien había construido un futuro durante cinco años, a la hermana con quien había compartido secretos de infancia.

Estaban a dos metros de mí, pero parecía que nos separaba un abismo. Y en ese abismo caían todos nuestros “nosotros”: nuestros planes, nuestra ternura, nuestro futuro hijo.

—Un error, entonces —repetí, y mis labios dibujaron una sonrisa amarga—. ¿Los dos tendréis un error? ¿O cada uno el suyo?

Carlos dio un paso hacia mí, extendiendo las manos.

—Anita, cariño, hablemos. Pero no ahora. Lucía, vete.

—No me voy a ninguna parte —respondió ella con calma, cruzando los brazos—. Esperamos un hijo. Y no voy a permitir que vuelvas a fingir que no existo.

Retrocedí, apoyando la espalda contra la fría pared del recibidor.

—Fuera —susurré.

—¿Qué?

—Fuera. Los dos.

No se movieron. Mi palabra, que minutos antes tenía peso, ahora era solo aire.

—Ana, no seas radical —dijo Carlos con ese tono conciliador que odiaba, el que usaba cuando quería que “entendiera su situación”—. Eres una mujer inteligente. Somos adultos. Sí, he fallado. Pero ahora hay que pensar en los niños. En nuestros niños.

Hizo hincapié en esas últimas palabras, tratando de reconstruir la ilusión de un futuro juntos.

—¿De qué “nuestros” niños hablas? —pregunté con veneno—. ¿Del que crecerá con una madre soltera, o del que nacerá de la amante de su padre?

Lucía se estremeció y contuvo un sollozo.

—No me llames así. No sabes nada.

—¿Ah, no? —me giré hacia ella. La rabia fría reemplazaba el shock—. Entonces, ilumíname. ¿Qué debería saber? ¿Que te acostaste con mi marido en mi cama? ¿Eso no es suficiente?

—¡No fue así! —su voz se endureció—. Nos queremos. No es solo un affaire.

Carlos se cogió la cabeza.

—¡Lucía, te lo pedí!

—¡Estoy harta de callarme! —gritó ella—. ¡Harta de ser un secreto, un error que hay que corregir! Ana, tú siempre lo tuviste todo. El hombre perfecto, la casa perfecta. ¿Y yo? Siempre fui la hermana de Ana.

Sus palabras rezumaban un rencor antiguo. No se justificaba, me acusaba.

Recordé cuando nuestra madre decía: “Ana es la lista, Lucía la guapa. Cada una con lo suyo”. Parecía que Lucía nunca aceptó su “lo suyo”.

—¿Así que decidiste quedarte con lo mío? —pregunté en voz baja.

—¡Me quedé con lo que no era de nadie! —espetó—. Él no era feliz contigo. Simplemente no querías verlo.

Miré a Carlos. Evitaba mi mirada. Y entendí que Lucía tenía razón. No sobre el amor, sino sobre él: dejó que ella pensara eso, se quejó de mí, creando un vínculo enfermizo alimentado por su debilidad y su envidia.

—Vale —dije, y mi calma los puso en tensión—. Supongamos. ¿Qué proponéis? ¿Vivir los tres juntos? ¿O hacéis un horario?

Carlos levantó la cabeza.

—¡Basta! Esto no lleva a nada. Propongo… vivir separados un tiempo. Alquilaré un piso a Lucía. Os ayudaré a las dos. Necesitamos tiempo para pensar.

Hablaba como si discutiera un proyecto empresarial. Distribución de activos. Gestión de riesgos.

—¿Quieres que me quede aquí, embarazada, esperando a que “pienses” con cuál de tus mujeres embarazadas te quedas? —me reí. La risa sonó áspera, desgarradora.

—Ana, lo complicas todo.

—No, Carlos. Tú lo simplificaste hasta lo animal. Lárgate. Y llévatela a ella. Recogerás tus cosas cuando no esté.

Saqué el teléfono y marqué un número.

—¿Seguridad? Hay intrusos en mi casa. Sí, se niegan a irse.

Lucía me miró con odio. Carlos, con sorpresa. No esperaba esto de mí. Estaba acostumbrado a la “Ana buena”, la que todo lo perdonaba. Pero esa Ana acababa de morir.

Mi llamada era un farol. No había seguridad en mi edificio, solo un portero dormilón. Pero ellos no lo sabían. La palabra “seguridad” actuó como un jarro de agua fría para Carlos.

—Te arrepentirás de esto —gruñó, agarrando a Lucía del brazo—. Echaste de casa a una mujer embarazada. A tu hermana.

—Eché de casa a la amante de mi marido —corregí, mirándolo a los ojos—. Y tú eres solo un traidor.

Cuando la puerta se cerró, me deslicé por la pared hasta el suelo. Pero no hubo lágrimas. Solo vacío y adrenalina.

Al día siguiente empezó el infierno.

Primero, mi jefe me llamó.

—Ana, tu marido llamó… Carlos. Dice que está preocupado por tu… inestabilidad emocional por el embarazo.

Un escalofrío me recorrió la espalda.

—¿Qué más dijo?

—Que pidió una baja de maternidad anticipada para ti. Que quizá no estás en condiciones de tomar decisiones.

Lo entendí. No se había ido. Había empezado a destruirme, pintándome como una loca. Golpeaba donde más dolía: mi trabajo, mi reputación, mi independencia.

Una hora después, un mensajero trajo una carta de su abogado. Un sobre grueso lleno de términos legales que se resumían en una cosa: demandaba la división de bienes. Y no la mitad.

Quería el piso entero, alegando que lo compró con su dinero antes del matrimonio. Pero lo peor estaba en la última página: pedía una evaluación psiquiátrica para determinar si podía ser “una madre adecuada”.

Era el

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