Hoy me duele el alma, no por lo que otros me han hecho, sino por lo que yo misma he creado. La culpa me corroe por dentro, gota a gota, sin piedad. Ya no siento rabia, solo cansancio y una tristeza silenciosa. No hacia mis hijos, no… Hacia mí. Por cómo los crié. En algún momento, confundí el amor incondicional con el consentimiento sin límites. Y ahora recolecto lo que sembré.
Hace siete años enterré a mi marido, Antonio. Cuarenta años juntos, dedicados por completo a la familia, a nuestros hijos, Pablo y Lucía. Trabajamos sin descanso, sin vacaciones, sin pensar en nosotros. Todo por ellos. Por su futuro. Les compramos pisos, pagamos sus estudios, les dimos todo lo que pudieron desear. Cuando él se fue, me quedé no solo viuda, sino sin din el que apoyarme. Ahora, dos años después de jubilarme, me siento en este piso frío de Madrid preguntándome cómo llegué aquí, cómo mis propios hijos, por quienes viví, pasan de mí como si no existiera.
Mi pensión es una broma amarga. Por suerte conseguí una ayuda para la luz, porque si no, ya me la habrían cortado. Aun así, no llega ni para medicinas ni para la comida más básica. Les pedí ayuda, sin exigir mucho. Solo un poco. Pablo me dijo: “¿Para qué necesitas dinero?”, y Lucía: “Nosotros tampoco llegamos”.
¿Que no llegan? Pero van de vacaciones a Mallorca, se compran ropa de marca, coches nuevos… El armario de Lucía está repleto de prendas carísimas, y a mi nieta Carla, de solo siete años, le da cincuenta euros al mes para sus caprichos. A mí me vendrían genial esos cincuenta euros… pero ella “no puede”. ¿Cómo es posible? Cada vez que lo pienso, se me encoge el corazón. Llevo años con los mismos zapatos, gastados, que ya entran goteras. Pero callo. Me da vergüenza pedir más, porque detrás viene la humillación.
Miro a mis amigas, a mis vecinas. Sus hijos las cuidan: les llevan la compra, pagan facturas, las invitan aAcuando viene el invierno. Y yo… como si no tuviera a nadie. Lo peor es que yo misma les enseñé esto. Con mi hermana Marta siempre ayudamos a nuestros padres, con dinero, con comida, con cariño, sin reproches. ¿Y mis hijos? Los míos me dan la espalda. No es solo dolor. Es vacío.
Una vez le propuse a Lucía: “Déjame vivir un año contigo, así alquilo mi piso y tengo algún ingreso”. Tienen un ático enorme en Barcelona, hay espacio de sobra. Pero ni siquiera lo consideró. “Alquila una habitación y quédate en la otra”, me dijo. O sea, vivir con extraños está bien, pero con tu madre no. Sigo sin entender qué hice mal. ¿En qué momento me equivoqué?
Ahora cada día es una batalla. ¿Cómo llegar a fin de mes? ¿Cómo no enfermar? ¿Cómo no morir de soledad? Antonio y yo lo dimos todo por ellos. Cada euro, cada gota de energía. Y ahora… estoy al margen de sus vidas. Callada, resignada. Solo me queda un hilo de esperanza: que quizá, algún día, alguno recuerde que tiene madre. No cuando ya no esté. Ahora.
Pero parece que la esperanza es lo único que me queda.