¿Este es mi regalo de boda?” — exclamé al verlo.

«¡Esto es mi regalo de boda para vosotros!» —exclamé, sin poder creer lo que veía mis propios ojos. Había viajado para visitar a mi hijo y a mi nuera un año después de su boda, y allí estaba, en el rincón del baño, mi regalo cubierto de polvo y arañazos. Todo empezó con la mejor de mis intenciones, pero terminó siendo una lección que no olvidaré fácilmente.

**Un regalo hecho con cariño**
Cuando mi hijo Alejandro me anunció que se casaba con Lucía, sentí una alegría inmensa. Ella me cayó bien desde el primer momento—amable, hacendosa, con una sonrisa cálida. Quería darles algo especial, algo que les sirviera en su vida juntos. No soy una mujer de grandes recursos—toda mi vida trabajé como profesora, y la pensión, ya sabéis, no da para mucho. Pero ahorré durante años, renunciando a pequeños gustos, para conseguir una lavadora de gama alta: eficiente, silenciosa, con garantía de cinco años. La que yo misma soñaba tener.

El día de la boda, les entregué los documentos y las llaves—la lavadora ya estaba instalada en su piso de Madrid. Los vi emocionados, abrazándome, agradeciéndome el detalle. Yo me sentí feliz de haberles dado algo útil, algo que, pensé, duraría años.

**La visita inesperada**
Tras la boda, no los vi mucho. Viven lejos, en la capital, y cada uno tenía su ritmo. Hablábamos por teléfono, y a veces venían a Toledo para las fiestas. Pero hasta ese día, no había vuelto a pisar su casa. Fui con ilusión, llevando tortilla y mermelada casera.

Al entrar, todo parecía en orden—limpio, acogedor, macetas floreciendo en la ventana. Pero al pasar por el baño, me quedé helada. Mi lavadora, aquel regalo que tanto me costó, estaba arrinconada, llena de polvo, con marcas en la puerta. Y a su lado, una nueva, reluciente, última tecnología.

—¿Y esa lavadora? —pregunté a Lucía, señalando la mía.
Ella titubeó antes de responder:
—Es que… hacía mucho ruido, y no nos convencía. Compramos otra, y esta… bueno, la dejamos aquí por si acaso.

**La conversación que no olvidaré**
—¿En serio? ¿Así tratáis un regalo que me costó años ahorrar? —dije, con la voz temblorosa. Alejandro intentó calmarme:
—Mamá, no es para tanto. La usamos a veces, y luego la llevaremos a la casita del pueblo.
A la casita del pueblo. Como si fuera un trasto viejo.

Intenté explicarles lo que significaba para mí, el sacrificio que hubo detrás. Ellos se defendieron—que no era personal, que solo buscaban comodidad. Pero duele. Duele ver cómo algo que das con el corazón acaba abandonado, como si no valiera nada.

**Lo que aprendí**
Volví a casa con el alma encogida. Entiendo que al regalar algo, pierdes el control sobre él. Pero no esperaba esta indiferencia. Ahora evito el tema para no crear tensiones. Siguen llamando, siguen visitándome, pero algo cambió.

He decidido una cosa: no volveré a hacer regalos tan costosos. Prefiero gastar en mí—quizás en ese viaje a Málaga que tanto deseo.

Si habéis pasado por algo parecido, ¿cómo lo llevasteis? ¿Merece la pena hablar de nuevo, o es mejor dejarlo pasar? Necesito consejo.

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MagistrUm
¿Este es mi regalo de boda?” — exclamé al verlo.