¿Estás bien?”, le susurré con ternura, sabiendo que solo el silencio respondería

“¿Estás bien?” le pregunté en voz baja, aunque ya sabía que la respuesta sería el mismo silencio de siempre.
Era una tarde de octubre, de esas en las que la lluvia se empeña en mojarlo todo, y yo decidí dar un paseo por Madrid para quitarme las preocupaciones de la cabeza. Me metí por una callejuela que jamás había pisado, una de esas que parecen sacadas de una novela triste: faroles medio rotos, paredes con pintadas y ese olor a humedad que se te clava en la memoria. Al fondo, un puente viejo servía de refugio a los que la vida había dejado al margen.
De repente, entre el chaparrón y el ruido de los coches, algo me hizo parar en seco. Un llanto, suave pero claro. Me acerqué y allí estaba: un niño, no más de tres años, envuelto en una manta raída, con una gorrita que le tapaba media cara. Nadie alrededor. Solo él, apretado contra el frío, como si el mundo le hubiera dado la espalda antes de que pudiera siquiera mirarlo.
Me agaché despacio, sin querer asustarlo, pero cuando alzó la cara, olvidé todo el miedo. Sus ojos, vacíos y sin luz, tenían una tristeza que no se explica con palabras. Como si nunca hubiera conocido otra cosa que el abandono.
“¿Estás bien?” le susurré, sabiendo que no respondería.
Pero entonces hizo algo que no esperaba: alzó la cabecita, movió sus manitas como buscando algo en el aire y me “miró” sin verme. No veía, pero su expresión decía más que mil palabras. Esperaba algo. ¿Ayuda? ¿Un poco de calor?
En ese momento supe que no podía dejarlo ahí. Lo recogí con cuidado, como si fuera de cristal, y me lo llevé a casa.
Los primeros días fueron difíciles. El niño, al que llamé Adrián, no solo había perdido la vista, sino también la confianza en la gente. No sabía qué era que alguien le dijera “buenos días” o le diera de comer sin pedir nada a cambio. Pero yo no me rendí. Lo bañé, lo vestí, le hablé aunque no me contestara. Le decía que ya no tenía que temer, que aquí estaría a salvo. Poco a poco, su carita empezó a sonreír cuando oía mi voz, y supe que algo en él estaba cambiando.
Lo crié como si fuera mío, sin preguntas, sin reproches. Lo único que importaba era que tuviera una vida mejor. Y Adrián, con el tiempo, demostró ser más listo y sensible que la mayoría. Quizás porque, al no ver, sentía el mundo de otra manera: los olores, los sonidos, el tacto de las cosas… Y yo, sin darme cuenta, aprendí a ver el mundo como él.
Ahora Adrián es un niño feliz. Me “mira” con una sonrisa que lo ilumina todo, y aunque sus ojos no vean, su mundo está lleno de colores que muchos no sabrían encontrar. El milagro no fue rescatarlo de bajo aquel puente, sino darme cuenta de que, en la vida, a veces el que más necesita ayuda es el que te la da sin saberlo.

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MagistrUm
¿Estás bien?”, le susurré con ternura, sabiendo que solo el silencio respondería