—¿Tú eres Eva? ¿La esposa de Adrián?
—Sí… ¿Y tú quién eres?
—¡Eso no importa, importa para qué he venido! Haz las maletas y lárgate de este piso. Adrián y yo nos amamos, y él se viene a vivir conmigo. ¡Lo ha decidido él mismo!
Eva miraba atónita a la mujer que había aparecido en su puerta un sábado por la mañana. Una morena llamativa, de unos treinta años, irradiaba una seguridad agresiva. Uñas perfectas, maquillaje brillante, chaqueta de cuero con tachuelas… Todo gritaba su deseo de impresionar.
—Perdona, ¿qué?…
—¡No te hagas la tonta! —La desconocida dio un paso hacia dentro—. Adrián está harto de tu despotismo. Cada día me dice que no le comprendes, que asfixias todas sus ideas de negocio. Hace tiempo que tomó su decisión.
Seguía hablando, pero Eva ya no la escuchaba. Un zumbido llenaba sus oídos. ¿Adrián? ¿El mismo que cenó anoche en esta cocina, pidió dinero para un nuevo proyecto y la besó al acostarse, diciéndole lo maravillosa que era?
—Pasa —dijo Eva, con una voz que no parecía suya—. Creo que tenemos mucho que hablar.
Su mundo se desmoronó y se reconstruyó en un instante. El dolor era inmenso, pero… era lo correcto.
—Me llamo Sofía —dijo la morena con desafío, cruzando el umbral—. Y no he venido a hablar, sino a echarte.
Eva entró en silencio a la cocina. Por primera vez en cinco años de matrimonio, sentía una claridad mental aterradora. «¿Cómo pude estar tan ciega?» O quizá no era ceguera. Solo llevaba gafas color de rosa, y con ellas todo parece distinto. Pero esas gafas se rompen con los cristales hacia dentro.
Fragmentos del pasado resurgieron. Ahí estaba ella, una exitosa agente inmobiliaria con su propio piso. Ahí estaba él, Adrián, con un café con leche y una sonrisa irresistible en una cafetería. Maletín gastado, traje barato, pero planes grandiosos: «Son dificultades pasajeras, ya verás, pronto triunfaré».
Ahí estaba ella, derritiéndose por sus atenciones. Flores, no caras, pero todos los días. Paseos románticos. Una propuesta de matrimonio a los tres meses. Y ahí estaba él, justo después de la boda: «Cariño, ¿me prestas cinco mil euros? Es para una oportunidad única». Se los prestó. Y después más, y más. Todos esos años creyendo en sus «grandes planes» mientras ella trabajaba sin descanso. Y él, mientras, planeaba con otra.
En la cocina, el silencio era denso.
—Buena distribución —comentó Sofía, mirando alrededor con aire de dueña—. Adri me dijo que eligió este piso él solo. Tiene un gusto impecable.
—Espera un momento —Eva salió al pasillo y volvió con una carpeta—. Quiero enseñarte algo. El contrato de compraventa, el título de propiedad. Fíjate en la fecha. Tres años antes de conocer a Adrián. Y en el nombre del dueño.
Sofía se humedeció los labios, nerviosa. Su seguridad se desvanecía.
—Pero él dijo… que tenía su propia agencia inmobiliaria…
Eva abrió su portátil y entró en su cuenta bancaria:
—Este es mi sueldo. Soy la agente principal de una gran inmobiliaria.
En la pantalla aparecieron cifras considerables. Sofía se dejó caer en una silla.
—Adivino. ¿También te sacó dinero? ¿Te habló de sus proyectos millonarios?
—Invertí casi cien mil euros —murmuró Sofía—. Dijo que en un mes tendríamos beneficios…
—¡Todo llegará! —sonó la voz de Adrián en la puerta—. ¡El dinero volverá con intereses, te lo prometo!
Adrián entró en la cocina con un suéter de cachemira carísimo —un regalo de Eva.
—¿Adri? —Sofía se levantó de un salto—. ¡¿No tenías una reunión con inversores?!
—Ayer me pidió dinero para un proyecto urgente —dijo Eva en voz baja—. Supongo que yo era la inversora.
Adrián se quedó petrificado, mirando alternativamente a las dos mujeres. Luego, su rostro se inundó con su sonrisa habitual:
—Chicas, dejad que os lo explique. Sofita, tu dinero está a salvo…
—¿Dónde? —Sofía se acercó a él—. ¡Vendí mi coche, pedí prestado a mis padres! ¿Dónde está mi dinero?
—¡Todo está bajo control! —su voz se quebró—. En un mes…
—¿A cuántas más les has dicho lo mismo? —Eva se levantó lentamente—. ¿Cuántas mujeres financian tus «proyectos»?
Adrián se humedeció los labios, balbuceando que con Sofía era «solo negocio».
—¿Negocio? —Sofía soltó una risa amarga—. ¿Y las citas? ¿Las promesas de amor? ¡Juraste que no podías vivir sin mí!
Presionado, al fin confesó:
—Era… un proyecto en internet… casi infalible…
—¿Lo perdiste? —Sofía se agarró la cabeza—. ¡Dios mío, te gastaste todo mi dinero en apuestas!
—¡No todo! —levantó las manos—. Queda algo, ¡lo recuperaré! Tengo un sistema…
—¿Sistema? —Eva sonrió con amargura—. ¿Pedirle a tu esposa para pagarle a tu amante? ¿O al revés?
Sofía cogió su bolso:
—Basta. Denunciaré esto. A la policía.
La puerta se cerró de golpe. Adrián miró a Eva, desesperado:
—Cariño, perdóname… Fue el dinero, me lié… ¡Solo te amo a ti!
—Lo peor no es que encontraras a otra. Es que te crees tus propias mentiras.
—¡Puedo cambiar! ¡Dame otra oportunidad!
—Duermes en el salón. Mañana te vas.
—¿Y adónde voy?
—Ya no es mi problema —se encogió de hombros—. Tienes un sistema, ¿no? A ver cómo te funciona.
La mañana era clara. Adrián se coló en la cocina.
—Eva… Lo entiendo todo. Podemos empezar de cero… Encontraré trabajo, devolveré el dinero…
—Voy a pedir el divorcio.
Adrián se quedó helado:
—No puedes… ¿Qué será de mí?
—¿Qué iba a ser de ti cuando le prometiste a Sofía casarte con ella? Haz las maletas, Adri. Y vete.
—¡Puedo cambiar! ¡Una última oportunidad!
—No —dijo ella con calma, pero firme—. No más mentiras.
Esa noche, el timbre despertó a Sofía. Por la mirilla vio a Adrián con dos maletas.
—Sofi, ¡ábreme! No tengo dónde ir. Eva me echó… Ahora podemos estar juntos.
Empezó a hablar de nuevos planes, a pedirle más dinero.
Sofía se acercó a la puerta:
—Lárgate. ¡Y no vuelvas! Ya he denunciado a la policía.
Oyó cómo se quedó un rato más, antes de arrastrarse hacia el ascensor.
Abajo, la puerta del edificio se cerró. Adrián vagaba por la calle, arrastrando maletas llenas de cosas compradas con dinero ajeno. En su cabeza bullía otro plan genial. Solo necesitaba a alguien que creyera en él.
Mientras, en dos pisos distintos, dos mujeres se recuperaban de una mentira bonita, de esas en las que tanto deseas creer. Ambas entendían ya: el peor engañoY mientras la luna iluminaba las calles vacías, Adrián murmuró para sí mismo un nuevo argumento convincente, porque en el fondo, el único que siempre creyó en sus mentiras era él.