Esta valla es el único lugar que no me rechaza. A veces siento que me he encariñado…

Esta valla es el único lugar que no me ahuyenta. A veces siento que me he encariñado

La gente pasaba a su lado: unos deprisa, otros despacio, pero casi nadie

“Ya no cuento los días. Si todos son iguales, si todo empieza y termina de la misma manera, los números pierden su sentido. Aquí, junto a esta valla oxidada, la mañana solo se diferencia de la noche por cómo cae la luz. La lluvia y el viento se han vuelto familiares, como el hambre y el silencio. Y aún así, no me fui. Esta valla es el único lugar que no me rechaza. A veces siento que me he apegado a ella como alguna vez lo hice a una casa. Pero quizás todavía espero ¿qué? No lo sé.”

Se sentaba en el estrecho pedazo de tierra entre la valla tambaleante y la acera. Su pelaje se había enmarañado, sin brillo, y bajo sus patas el barro se mezclaba con el agua mientras la lluvia goteaba lentamente de los hierros oxidados. La gente pasaba a su lado: unos con prisa, otros más lentos, pero casi nadie se detenía. Si acaso miraban, era solo un instante, con una mirada cansada o indiferente. Para ellos no era más que otro perro abandonado en la calle.

Pero él recordaba otro mundo. Un mundo en el que las mañanas comenzaban con el aroma del pan recién hecho. Una cocina pequeña donde se revolvía bajo los pies, intentando alcanzar la mesa. La calidez de la estufa en invierno y la risa de su dueña cuando tropezaba con él. La mano suave que le acariciaba la cabeza sin más motivo.

Todo cambió poco a poco. Primero, solo miradas frías y distantes. Luego, un plato que cada vez quedaba vacío con más frecuencia. Gritos, palabras duras, empujones. Y un día se encontró al otro lado del umbral. Sin despedida, sin explicación. Simplemente, la puerta se cerró y él se quedó fuera.

“Pensé que era un error. Pensé que pronto me llamarían. Pero la puerta no volvió a abrirse.”

La vida en la calle fue su escuela, donde las lecciones se aprendían a golpes y rasguños. Aprendió a esconderse de los palos, a esquivar las piedras, a encontrar migajas frente a las tiendas. A veces lograba robar un trozo de pan o mendigar un hueso de algún transeúnte amable. Pero incluso cuando alguien lo miraba, siempre esperaba: “¿Será ella la que diga: ‘Vamos a casa’?”

Ese día era frío y húmedo. Llovía desde el amanecer, el viento arrancaba las hojas de los árboles. Estaba acurrucado, sintiendo cómo el frío le calaba hasta los huesos. Entonces oyó unos pasos. Una mujer con un abrigo viejo caminaba despacio, como si tampoco supiera adónde iba. Cuando lo vio, se detuvo.

Dios mío pequeñín, ¿quién te ha hecho esto? susurró.

“Me miras diferente. No como los que pasan de largo. Tus ojos son cálidos, como los de aquella mujer a la que una vez llamé dueña.”

Se arrodilló a su lado pero no lo tocó de inmediato. Sacó lentamente un trozo de pan y algo de chorizo de su bolsa.
Toma, come.

Vacilante, dio un paso adelante, como si el suelo pudiera desaparecer bajo sus patas. Cogió la comida y comió lentamente, masticando cada bocado con cuidado, como si temiera que se esfumara. Ella no lo apresuró, solo se quedó sentada observándolo.
Vamos dijo en un susurro. Dentro hace calor. Y nadie te hará daño nunca más.

“Me llamas ¿Pero puedo creerlo? ¿Y si mañana la puerta se cierra otra vez?”

Aun así, la siguió. La cancela chirrió al entrar al pequeño patio. La valla vieja y descascarada, el manzano del que solo quedaban ramas desnudas. La casa olía a sopa y pan recién hecho. El aroma le golpeó con tanta fuerza la memoria que se quedó paralizado en el umbral. La mujer colocó una manta vieja en el suelo, puso un cuenco con agua limpia y otro con unas gachas calientes.
Este es tu hogar dijo, acariciándole suavemente la cabeza.

Casi no durmió esa noche. Estuvo tumbado, escuchando sus pasos por la casa, el crujido del suelo, el tintineo de los platos en la cocina. Ella entró varias veces, arregló la manta y le susurró:
Estás en casa, ¿lo sabes?

“En casa Cuánto temí no volver a oír esa palabra.”

Los días transcurrían de otra manera. Ahora la esperaba en la puerta, llevándole su vieja pelota descolorida. Se tumbaba a su lado mientras ella tomaba el té, escuchando su voz aunque no entendiera las palabras. Su pelaje recuperó el brillo, sus ojos estaban limpios.

A veces, al pasar junto a aquella valla, se detenía. Miraba a la nada, como si aún viera allí a su antiguo yo, mojado, hambriento y perdido. La mujer se acercaba, le ponía una mano en el lomo y decía:
Vamos a casa.

“Sí ahora sé con certeza dónde está.”

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MagistrUm
Esta valla es el único lugar que no me rechaza. A veces siento que me he encariñado…