**Diario de un nieto desconcertado**
Me llamo Javier. Tengo 37 años, estoy casado y vivo con mi madre, a sus 56 años, y mi abuela Carmen, de 85. Residimos en un pequeño pueblo de Castilla, donde los inviernos son crudos y las distancias entre las casas parecen interminables, sobre todo cuando conduces a toda prisa por caminos helados en mitad de la noche.
Mi abuela Carmen, pese a su edad, insiste en vivir sola en su vieja casa de piedra en las afueras. Se niega rotundamente a mudarse con mi madre, aunque ella le ofrece cobijo y cuidado. Carmen repite que su hogar es su fortaleza y que nadie la sacará de allí. Pero últimamente, su soledad parece insoportable, y ha encontrado la manera de mantenernos en vilo.
Casi a diario, llama a mi madre o a mí con voz quebrada, diciendo que se siente “muy mal”. Gime, asegura que le “duele el corazón” o que “no puede levantarse”. Dejamos todo y corremos hacia ella, con el pecho apretado. Sin embargo, al llegar, siempre encontramos lo mismo: la abuela, como por arte de magia, recuperada. Nos recibe con una sonrisa, preparando café con bizcocho, incluso bromeando. Y allí quedamos nosotros, confundidos, con el corazón aún acelerado, sin saber si reír o llorar.
Estamos agotados de este juego. Cada llamada es como un latigazo, pero no podemos ignorarla. ¿Y si esta vez es verdad? ¿Y si no vamos y ocurre lo peor? Esa duda nos carcome. Tememos que, si no respondemos, nunca nos perdonaremos.
Todo comenzó hace un año. Recuerdo una madrugada helada, llegando a su casa casi sin abrigo, pensando que la encontraríamos moribunda. En cambio, nos recibió con calma: “Solo era un mareo”. Media hora después, sacaba su mermelada de ciruela y nos invitaba a sentarnos. Nos dejó atónitos, pero entonces lo achacamos a un susto pasajero.
Intentamos entenderla. Le rogamos que fuera al médico, pero ella se negaba: “Esos doctores solo quieren dinero”. Llevamos a un médico a su casa. Tras examinarla, dijo que estaba bien para su edad. “Necesita compañía”, nos aconsejó. “Visítenla más, y las llamadas cesarán”. Pero se equivocaba.
Ya hacemos lo posible. Vivo a una hora de distancia; mi madre, algo más cerca, pero con el trabajo y el cansancio, no podemos ir cada día. Los fines de semana nos turnamos: yo le llevo la compra y charlamos; mi madre va a limpiar. En festividades, vamos juntos, con regalos y flores. Pero aun así, parece no bastarle. Quiere más: nuestra atención, nuestros nervios, nuestro tiempo.
Mi madre le ha ofrecido mil veces vivir con nosotros, incluso la mejor habitación. Pero Carmen se resiste: “No seré una carga”. Horas después, llama a medianoche quejándose. “Prefiero morir en mi casa”, dice. Esas palabras nos hieren, pero ¿qué hacer?
Le hemos pedido, una y otra vez, que no llame sin motivo. Le explicamos el estrés que nos causa, las noches sin dormir. Pero parece no escuchar. O no quiere. Las llamadas siguen, y cada vez dudamos: ¿ir o no ir? ¿Es una trampa o una emergencia? Tememos equivocarnos, fallarle cuando de verdad nos necesite.
A veces pienso que solo está sola. Que añora charlas, calor, risas. ¿Serán estas llamadas su manera desesperada de retenernos? Pero ¿por qué este método tan cruel? ¿Por qué sembrarnos miedo? No sé qué hacer. La queremos, pero este juego nos desgasta. Mientras siga llamando, iremos. Porque si un día no vamos y algo ocurre, la culpa nos aplastará.
**Lección aprendida:** A veces, la soledad grita de formas inesperadas. Pero el amor no entiende de cansancio ni de engaños; solo responde, una y otra vez, porque el miedo a perderlos pesa más que cualquier mentira.