Su madre es devorada cada día por una culpa desgarradora, su alma un campo de batalla donde lucha contra la aterradora verdad de haber cometido una injusticia imperdonable contra su hijo mayor – un dolor tan inmenso que lo llevó a desterrarla de su vida para siempre.
Carmen Rodríguez, ya retirada desde hace tiempo, fue en su día profesora, impartiendo clases de literatura en un pueblo perdido entre las montañas de los Pirineos Aragoneses. Hace diecisiete años que su primogénito no le dirige la palabra, su corazón convertido en una fortaleza helada, carcomido por una herida que nunca sana.
Carmen crió a tres hijos, y con los dos menores su vínculo es como un cuento de hadas – cálido, profundo, inquebrantable. Pero los cimientos de su familia se derrumbaron el día en que decidió colgar la tiza. Una amiga le lanzó una idea audaz: viajar a Nueva Zelanda para trabajar como niñera, pues allí había una necesidad desesperada de ayuda. Carmen se aferró a esa oportunidad con un fervor ardiente. Su amiga arregló todo – visados, permisos – y, apenas pisó suelo neozelandés, ya tenía empleo. Tras trece meses regresó, pero la riqueza que acumuló en tan poco tiempo le nubló la mente. Decidió volver, sedienta de más.
Por años trabajó al otro lado del océano, amasando una fortuna, céntimo a céntimo. Cuando su hijo menor anunció que se iba a Madrid a buscar su destino, Carmen actuó sin dudar – le compró un piso allí, soñando con un futuro en el que su familia estaría reunida. Lo vio como un regalo sagrado, una puerta hacia sus sueños. La familia estalló de júbilo, brindando por su nuevo comienzo en la capital – las copas resonaban, las risas llenaban el aire en un torbellino de alegría.
Catorce años después, su hijo mediano dio con un golpe de suerte – un ascenso y un traslado a una sucursal en Madrid, con un puesto que brillaba con promesas. Una oportunidad de oro, pero ¿dónde viviría? Carmen, pilar inamovible, intervino de nuevo – le consiguió un apartamento en el mismo edificio que su hermano menor. Entonces el mayor, cuya alma se desmoronaba bajo el peso de los años, no pudo más. Irrumpió en su casa y desató una tempestad de dolor puro – sus palabras eran relámpagos, destrozando todo a su paso.
Gritó, con la voz quebrada por la furia, por qué sus hermanos habían recibido hogares impecables mientras él se pudría en una choza en los Pirineos, infestada de cucarachas, y ellos se regodeaban en el esplendor de Madrid. Carmen, devastada por su sufrimiento, juró por su vida que en un año, tras otro viaje a Nueva Zelanda, le regalaría una casa a él también. Planeaba arrojarse de nuevo al trabajo, un año entero de esfuerzo implacable, para redimir su falta.
Lo suplicaba, con palabras cargadas de desesperación, prometiendo que el dinero llegaría pronto. “Aguanta un poco más, y tendrás lo que mereces,” le rogaba, jurando asegurar un lugar en el edificio de sus hermanos. Pero esas promesas eran frágiles como un castillo de naipes, condenadas a desmoronarse. Esta vez, Nueva Zelanda le cerró la puerta en las narices – su visado fue rechazado con una frialdad despiadada. Cada intento chocaba contra un muro de negativas, cada grito se ahogaba en el silencio. Se debatió, rugió, pero sus sueños se hicieron añicos. Carmen quedó sola, sepultada bajo los escombros de su fracaso.
Aun así, no se rindió – decidió intentarlo de nuevo al año siguiente, segura de que no había razón válida para detenerla. Pero sus ahorros se habían esfumado, cada euro gastado. Podría haber sobrevivido con su pensión, pero se había encadenado a una promesa hecha a su hijo mayor – una deuda que no podía repudiar. Así que se arrastró de vuelta al aula, con manos temblorosas sosteniendo la tiza, enseñando otra vez en aquel pueblo olvidado de los Pirineos. Arremetió contra los burócratas, con la voz afilada como un cuchillo, exigiendo saber por qué la rechazaban, pero eso solo empeoró las cosas.
¿Cuánto tiempo le tomaría reunir dinero para un piso en Madrid con su sueldo de maestra? ¡Ni ciento cincuenta años serían suficientes! Sin embargo, Carmen siguió luchando, aferrándose a un último destello de esperanza para cumplir su palabra. Pero la paciencia de su hijo mayor se quebró como una rama seca. Regresó, un torbellino de ira, y vomitó todo – sobre ella, sobre sus hermanos, sobre la injusticia salvaje que lo consumía. Su esposa avivó las llamas, esparciendo rumores venenosos sobre Carmen por todo el pueblo, pintándola como una traidora sin alma. Lo incitaba sin descanso, susurrando que sus hermanos vivían en la opulencia mientras ellos se ahogaban en la miseria. Él bebía su veneno, su rabia se convertía en un infierno, y lo arrojó todo a la cara de su madre. ¡Era el primogénito – su herencia robada, su derecho pisoteado!
Quién tiene razón y quién está equivocado sigue siendo un misterio en la niebla del dolor. La familia yace en ruinas, cada uno aferrándose a sus heridas, sus voces un torbellino de acusaciones y furia. Todo comenzó con las decisiones fatídicas de Carmen – una chispa que prendió un incendio inextinguible de traición y desesperación.