Esposa sin reconocimiento

María se acercó al espejo del recibidor, se arregló el pelo y se miró con ojo crítico. El vestido nuevo, azul marino, sobrio pero elegante, le quedaba como un guante. Zapatos de tacón bajo, bolso a juego. Todo en orden para la cena con los colegas de su marido.

“¡Javier, estoy lista!”, gritó hacia el despacho.

“¡Voy, voy!”, respondió él, pero por los ruidos, aún seguía al teléfono.

María suspiró. Otra vez llegarían tarde. Y eso que ella se había esforzado por causar buena impresión con esa gente con la que Javier trabajaba ahora en su nueva empresa. Tres meses desde que lo ascendieron a subdirector, y aún se sentía fuera de lugar en estos eventos.

“Oye, Mari”, Javier apareció por fin, abrochándose la chaqueta sobre la marcha. “Va a venir Alfonso con su mujer, ¿te acuerdas? Es un tipo influyente. Intenta llevarte bien con ella, ¿vale?”

“Claro, lo intentaré”, asintió María. “¿Y ella a qué se dedica?”

“No sé mucho. Ama de casa, supongo. O algo de voluntariado. Habla con ella, ya verás.”

Javier hablaba rápido, como si su mente estuviera en otra parte. María entendió que no sacaría más detalles y se calló.

El restaurante los recibió con luz tenue y música suave. En la mesa grande ya había varias parejas. Javier fue directo al grupo de hombres, dejando a María sola entre las esposas.

“Tu debes ser María”, dijo una mujer elegante de unos cincuenta, con un traje caro. “Soy Elena, la mujer de Alfonso. Javier nos ha hablado de ti.”

“¡Mucho gusto!”, extendió la mano María. “¿Y qué os ha contado?”

“Cosas generales. Que tienes una mujer estupenda que te apoya en todo”, sonrió Elena, pero su mirada era evaluadora.

María se sentó a su lado, notando la tensión. Las demás mujeres eran de edad similar, todas vestidas con clase.

“¿Y tú a qué te dedicas, María?”, preguntó una morena delgada llamada Ana.

“Soy traductora. Freelance, sobre todo documentos técnicos.”

“¡Qué interesante!”, exclamó Elena, aunque su tono decía lo contrario. “¿Qué idiomas?”

“Inglés y alemán.”

“Ah. ¿Y tenéis hijos?”

“Todavía no”, dijo María, sintiendo cómo se ruborizaba. Esa pregunta siempre la ponía en evidencia.

“Bueno, ya llegará”, dijo una rubia entrada en carnes. “Yo crié tres. El mayor vive en Londres, tiene su negocio.”

La conversación derivó en lo habitual: hijos, vacaciones en sitios caros, compras. María escuchaba, añadiendo algún comentario, pero se sentía cada vez más fuera de lugar.

“¿Y tú en qué empresa traduces?”, preguntó Ana de pronto.

“Trabajo con varios clientes. Por mi cuenta.”

“Ah, freelance…”, asintió Ana. “Qué bien, desde casa. Pero los ingresos serán inestables, ¿no?”

“Bastante bien, la verdad”, respondió María, más seca de lo que quería.

“Claro”, sonrió Elena con esa sonrisa que no significaba nada. “Nosotras tenemos una fundación benéfica. Ayudamos a orfanatos. ¿Te gustaría unirte?”

“Lo pensaré”, dijo María con cautela.

“Pero implica tiempo, ¿eh? Eventos, reuniones. Nosotras podemos porque nuestros maridos ganan bien.”

María asintió, entendiendo el mensaje: ella no era de las suyas. No tenía tiempo para caridad porque necesitaba trabajar. Ergo, no era la esposa ideal para un hombre exitoso.

“Mari, ¿todo bien?”, Javier se acercó, mano en su hombro. “¿Te integras?”

“Sí, genial”, forzó una sonrisa.

“Javier, tu mujer es encantadora”, dijo Elena. “La invitamos a la fundación.”

“¡Qué buena idea!”, él se animó. “Mari, justo querías hacer algo social.”

María lo miró sin entender. ¿Cuándo había dicho eso?

“Dije que lo pensaría”, repitió.

“No hay prisa”, dijo Elena. “Pero hay cuotas. Cinco mil euros al mes. Para nosotras es poca cosa…”

María casi se atraganta con el vino. ¡Eso era la mitad de lo que ganaba en un buen mes!

“¡Una miseria!”, Javier lo restó con un gesto. “Apúntate, Mari. ¡Es por los niños!”

El resto de la cena pasó en un borrón. María sonreía, pero su mente estaba lejos. Recordaba cuando buscaban piso, orgullosos de poder comprar algo decente. Cuando creían ser un equipo. Ahora entendía: Javier no quería un equipo, quería un adorno.

En casa, fue directa al dormitorio. Javier entró detrás, quitándose la corbata.

“¿Qué tal la cena? Elena es fascinante, ¿no? La fundación es tu oportunidad de entrar en ese círculo.”

“Javier, ¿para qué quiero yo ese círculo?”, se giró ella. “Yo ya tengo mi trabajo.”

“¿Qué trabajo, Mari? Traduces en casa. Eso no es carrera. Esto te da estatus.”

“¿El estatus de esposa de un triunfador?”

“¿Y qué hay de malo?”, él se encogió de hombros. “Mira a esas mujeres. Viajan, viven bien.”

“Con el dinero de sus maridos.”

“¿Y qué? Yo te mantengo. Podrías dejar de trabajar.”

María se sentó en la cama, manos en la cabeza. ¿Cómo explicarle que su trabajo era más que dinero? Era independencia, orgullo.

“Javier, no quiero ser un adorno”, dijo bajito.

“¿Qué logros tienes, Mari?”, soltó él con una risa ácida. “¿Traducir manuales?”

Las palabras dolieron más que una bofetada.

Al día siguiente, Javier se fue sin desayunar. María tomó su café frente a la ventana, pensativa. Sonó el teléfono: número desconocido.

“Hola, ¿María? Soy Elena. ¿Quedamos?”

Una hora después, estaban en un café. Elena, más elegante que nunca, pero con algo de empatía en la mirada.

“Ayer vi que no encajabas. Entiendo por qué.” Calló un momento. “Yo también trabajé. Era jefa de contabilidad en una multinacional. Me encantaba. Pero cuando Alfonso ascendió, me dieron a elegir: carrera o estatus. Elegí estatus. Y me arrepiento.”

María la miró fijamente.

“¿Por qué me dice esto?”

“Porque no quiero que repitas mi error. Ayer vi cómo te miró Javier cuando hablaste de tu trabajo. Esa mirada la conozco: ‘¿Para qué te hace falta? Ya estoy yo’.”

María sintió un nudo en la garganta.

“La fundación… ¿es real?”

“Sí. Pero las cuotas son de quinientos, no cinco mil. Quería ver su reacción. A Javier ni le inmutó la cifra.”

Esa noche, Javier llegó animado.

“¡Alfonso y Elena nos invitan a su casa el finde!”

“Bien.”

“¿Y lo de la fundación?”

“Sí. Pero a mi manera: traduciendo para orfanatos. Como profesional.”

Él puso mala cara, pero no dijo nada.

El fin de semana, en la casa de Alfonso, María se sintió distinta. Habló de su trabajo con seguridad.

“Oye”, dijo Alfonso, “necesitamos traductor para unos alemanes. ¿Te interesa?”

Javier se sorprendió. “Pero ella es freelance…”

“Un buen profesional lo es en cualquier sitio”, contestó Alfonso.

De vuelta, Javier iba callado.

“¿En qué piensas?”, preguntó María.

“Nada… No esperaba que Alfonso te ofreciera trabajo.”

“¿Y por qué no?”

“Es que… pensé que lo de la fundación era tu plan.”

María lo miró. No era decepción por su éxito, sino porque sus planes de convertirla en un adorno se esfumaban.

Al día siguiente, mientras el sol entraba por la ventana de la cocina, María tomó su café con una sonrisa, sabiendo que por fin había encontrado el equilibrio entre ser la esposa de Javier y, sobre todo, ser ella misma.

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