Esposa sin reconocimiento

**La esposa sin estatus**

María se acercó al espejo del recibidor, se ajustó el pelo y se examinó con mirada crítica. El vestido nuevo, azul marino, sobrio pero elegante, le caía a la perfección. Zapatos de tacón bajo, bolso a juego. Todo como debía ser para una cena con los colegas de su marido.

—Javier, ¡estoy lista! —gritó hacia el despacho.

—¡Voy, voy! —respondió él, pero el murmullo de su voz indicaba que seguía al teléfono.

María suspiró. Iban a llegar tarde otra vez. Y ella había hecho tanto esfuerzo por causar buena impresión entre esa gente con la que Javier trabajaba ahora en la nueva empresa. Tres meses desde que lo ascendieron a subdirector, y aún se sentía insegura en estos eventos corporativos.

—Mari, escucha —Javier apareció por fin, abrochándose la chaqueta sobre la marcha—. Estará Eduardo con su mujer, ¿recuerdas que te hablé de él? Es un hombre muy influyente, de él depende mucho. Intenta conectar con su esposa.

—Claro, lo intentaré —asintió María—. ¿Y qué hace ella? ¿A qué se dedica?

—Pues no lo sé bien. Ama de casa, supongo. O algo de voluntariado. Habla con ella, ya verás.

Javier hablaba con prisa, la mente en otra parte. María comprendió que no obtendría más detalles y guardó silencio.

El restaurante los recibió con luces tenues y música suave. En una mesa amplia, varias parejas ya esperaban. Javier se dirigió de inmediato hacia los hombres, dejando a María sola frente al dilema de encontrar su sitio entre las esposas.

—Tú debes de ser María —dijo una mujer elegante, de unos cincuenta años, con un traje de marca—. Soy Elena, la mujer de Eduardo. Javier nos ha hablado de ti.

—¡Mucho gusto! —María le tendió la mano—. ¿Y qué les ha contado exactamente?

—Cosas generales. Que tienes una esposa maravillosa que lo apoya en todo —sonrió Elena, pero su mirada revelaba un destelo de evaluación.

María se sentó a su lado, notando una tensión sutil. Las demás mujeres rondaban la misma edad que Elena, todas vestidas con estilo y lujo.

—¿Y tú a qué te dedicas, María? —preguntó una morena delgada llamada Ana.

—Soy traductora —respondió—. Freelance, sobre todo documentos técnicos.

—¡Ah, qué interesante! —exclamó Elena, aunque su tono sugería lo contrario—. ¿Y qué idiomas?

—Inglés y alemán.

—Ah, claro. ¿Y tenéis hijos?

—Todavía no —María sintió que el rubor le subía por las mejillas. Esa pregunta siempre la ponía en evidencia.

—Bueno, ¡aún tenéis tiempo! —comentó una tercera mujer, rubia y entrada en carnes—. Yo crié a tres, todos ya mayores. El mayor vive en Estados Unidos, se dedica a los negocios.

La conversación derivó hacia lo habitual: hijos, nietos, vacaciones en resorts exclusivos, compras. María escuchaba, intercalando frases ocasionales, pero con la sensación creciente de ser una intrusa.

—Y tú, María, ¿para qué empresa traduces? —preguntó Ana de repente.

—Trabajo con varios clientes. Independiente, digamos.

—Ah, freelance —asintió Ana—. Debe ser cómodo, trabajar desde casa. Pero los ingresos, ¿son estables?

—Son suficientes —respondió María, más seca de lo que hubiera querido.

—Claro, claro —Elena sonrió con esa sonrisa que no significaba nada—. Nosotras hemos montado una fundación benéfica. Ayudamos a orfanatos, organizamos eventos. Es muy gratificante. ¿Te gustaría unirte?

—Lo pensaré —respondió con cautela.

—Eso sí, requiere tiempo. Reuniones frecuentes, eventos… Nosotras todas tenemos esa disponibilidad. Nuestros maridos ganan bien, así que podemos permitírnoslo.

María asintió, captando el mensaje: no era de su círculo. No tenía tiempo para caridad porque trabajaba. Y por tanto, no era una esposa “adecuada” para un hombre exitoso.

—Mari, ¿todo bien? —Javier se inclinó hacia ella, poniéndole una mano en el hombro—. ¿Conociendo a las señoras?

—Sí, perfecto —respondió, forzando una sonrisa.

—Javier, tu esposa es encantadora —intervino Elena—. La estamos convenciendo para unirse a la fundación.

—¡Fantástico! —se entusiasmó él—. ¡Mari, es una gran oportunidad! Siempre has querido hacer algo con impacto social.

María lo miró desconcertada. ¿Cuándo había dicho eso? Al contrario, se quejaba de la carga de trabajo.

—He dicho que lo pensaré —repitió con firmeza.

—Claro, tómate tu tiempo —dijo Elena—. Solo que hay una cuota mensual. Pequeña, para nosotras. Quinientos euros.

María casi atragantó el vino. ¡Eso era la mitad de lo que ganaba en un buen mes!

—¡Una miseria! —Javier lo desestimó con un gesto—. Mari, apúntate. ¡Es por los niños!

El resto de la velada pasó como en una niebla. María sonreía, participaba, pero su mente estaba lejos. Recordaba cuando, el año pasado, buscaban piso. Cómo se ilusionó al poder comprar algo en un buen barrio. Cómo se enorgulleció del ascenso de Javier.

Pero entonces todo era más sencillo. Creía que eran un equipo. Ahora entendía: él no quería una compañera, sino un accesorio para su nuevo estatus.

En casa, María se encerró en el baño. Recordó cómo se conocieron. Él era un mero gestor, alquilando un piso diminuto. Ella empezaba como traductora, trabajando doce horas diarias. Eran iguales. Soñaban juntos.

Ahora la miraba con condescendencia. No quería una compañera, sino un ornamento.

A la mañana siguiente, Javier salió casi sin despedirse. María se quedó con el café frío entre las manos.

Sonó el teléfono. Número desconocido.

—¿María? Soy Elena. Necesito hablar contigo.

Una hora después, en un café cercano, Elena soltó la verdad:

—Ayer vi tu incomodidad. Entiendo por qué. Yo también trabajé. Era contable en una gran empresa. Lo dejé cuando Eduardo ascendió. Y me arrepiento. —Bebió un sorbo—. Los primeros años son glamurosos, pero luego te das cuenta: no eres nadie. Solo el apéndice de tu marido. ¿Y si él te cambia por otra?

—¿Por qué me dice esto? —preguntó María.

—Para que no cometas mi error. Ayer vi la mirada de Javier cuando hablaste de tu trabajo. La conozco bien: «¿Para qué necesitas eso, si me tienes a mí?».

—¿Y qué me propone?

—Que no claudiques. Tienes talento. El verdadero estatus no es ser la esposa de alguien, sino ser tú misma.

Resultó que Elena, en secreto, tenía una consultoría. Oficialmente era caridad, pero ayudaba a pequeños negocios.

—¿Y la fundación?

—Existe, pero la cuota son cincuenta euros, no quinientos. Quería ver la reacción de Javier. Ni pestañeó al oír la cifra. No era por el dinero.

Esa noche, Javier llegó animado.

—Mari, ¡Eduardo está encantado! Nos invita a su casa del campo.

—Bien.

—¿Y lo de la fundación? ¿Te unes?

—Sí. En mis términos.

—¿Cómo?

—Traduciré para orfanatos. Como profesional, no como decoración.

El fin de semana, en la casa de campo, María habló de su trabajo con seguridad. Vió interés genuino, no condescAl salir de allí, bajo el sol de la tarde, María supo que, por primera vez en mucho tiempo, estaba caminando por su propio camino, orgullosa de quien era y de lo que había logrado.

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