La esposa sin estatus
Lucía se acercó al espejo del recibidor, se arregló el pelo y se examinó con mirada crítica. El vestido nuevo—azul marino, elegante pero discreto—le quedaba como un guante. Zapatos de tacón bajo, bolso a juego. Todo perfecto para la cena con los compañeros de su marido.
—¡Javier, estoy lista! —gritó hacia el despacho.
—¡Voy, voy! —respondió él, pero el murmullo de la conversación telefónica delataba que seguía ocupado.
Lucía suspiró. Llegarían tarde, otra vez. Y ella se había esforzado tanto por causar buena impresión entre esa gente con la que Javier trabajaba ahora en su nueva empresa. Tres meses desde que lo ascendieron a subdirector, y aún se sentía insegura en los eventos corporativos.
—Oye, Lucía —Javier apareció por fin abrochándose la chaqueta—. Estará el señor Montesinos con su mujer, ¿recuerdas que te hablé de él? Es un tipo influyente. Intenta conectar con su esposa.
—Claro, lo intentaré —asintió Lucía—. ¿Y qué hace ella? ¿A qué se dedica?
—Pues… no sé. Ama de casa, supongo. O algo de voluntariado. Habla con ella y lo descubrirás.
Javier hablaba rápido, la mente en otra parte. Lucía entendió que no obtendría más detalles y calló.
El restaurante los recibió con luz tenue y música suave. Varias parejas ya ocupaban la gran mesa. Javier se dirigió directo a los hombres, dejando a Lucía buscando su lugar entre las esposas.
—¿Tú serás Lucía? —preguntó una mujer elegante de unos cincuenta años, con traje de marca—. Soy Elena, la esposa del señor Montesinos. Javier nos ha hablado de ti.
—¡Mucho gusto! —Lucía le tendió la mano—. ¿Y qué os ha contado?
—Cosas buenas. Que eres una esposa maravillosa, que siempre le apoyas —sonrió Elena, pero su mirada era evaluadora.
Lucía se sentó a su lado, sintiendo la tensión en el aire. El resto de mujeres—todas de edad similar a Elena—vestían con ese estilo caro y discreto de quien sabe que el dinero no es problema.
—¿Y tú qué haces, Lucía? —preguntó una morena delgada llamada Ana.
—Soy traductora. Freelance, sobre todo documentos técnicos.
—¡Qué interesante! —exclamó Elena con un tono que decía lo contrario—. ¿Qué idiomas?
—Inglés y alemán.
—Ya veo. ¿Y tenéis hijos?
—Todavía no —Lucía sintió que se ruborizaba. Esa pregunta siempre la ponía en aprietos.
—¡Bueno, ya llegarán! —apuntó una rubia entrada en kilos con voz condescendiente—. Yo tengo tres, todos mayores. El mayor vive en Suiza, trabaja en finanzas.
La conversación derivó en temas habituales: hijos, nietos, vacaciones en Marbella, compras en El Corte Inglés. Lucía escuchaba, aportando algún comentario, pero se sentía cada vez más fuera de lugar.
—¿Y para qué empresas traduces, Lucía? —preguntó Ana de pronto.
—Trabajo con varios clientes. Soy autónoma, básicamente.
—Ah, freelance —asintió Ana—. Qué cómodo, trabajar desde casa. Pero los ingresos son inestables, ¿no?
—Me va bien —respondió Lucía, más seca de lo que pretendía.
—Claro, claro —Elena sonrió con esa sonrisa que no significa nada—. Nosotras hemos montado una fundación benéfica. Ayudamos a orfanatos, organizamos eventos. Es muy gratificante. ¿Te gustaría unirte?
—Lo pensaré —dijo Lucía con cautela.
—Eso sí, requiere tiempo. Eventos, reuniones… Nosotras podemos permitírnoslo porque nuestros maridos ganan bien.
Lucía asintió, captando el mensaje: ella no era de su círculo. No tenía tiempo para caridad porque necesitaba trabajar. Ergo, no era la esposa “adecuada” para un hombre exitoso.
—Cariño, ¿todo bien? —Javier se inclinó hacia ella—. ¿Conociendo a las señoras?
—Sí, fenomenal —sonrió ella, forzada.
—Javier, tu mujer es encantadora —dijo Elena—. La estamos convenciendo para unirse a nuestra fundación.
—¡Fantástico! —Javier se entusiasmó—. Lucía, es perfecto para ti. Siempre has querido hacer algo con propósito social.
Lucía lo miró extrañada. ¿Cuándo había dicho eso? Al contrario, se quejaba de que el trabajo la absorbía.
—He dicho que lo pensaré —repitió.
—No hay prisa —dijo Elena—. Aunque hay cuotas mensuales. Simbólicas, claro. Quinientos euros.
Lucía casi atragantó el vino. ¡Era la mitad de lo que ganaba en un buen mes!
—¡Una miseria! —Javier hizo un gesto despreocupado—. Apúntate, Lucía. ¡Es por los niños!
El resto de la cena fue un borrón. Lucía sonreía, pero su mente estaba lejos. Recordaba cuando buscaban piso el año pasado, su orgullo cuando Javier ascendió. Creía que eran un equipo, pero ahora entendía: él quería un accesorio para su nuevo estatus.
En casa, entró directa al dormitorio y empezó a quitarse las joyas. Javier la siguió, aflojándose la corbata.
—¿Qué tal la velada? Elena es fascinante, ¿verdad? Esa fundación es tu oportunidad de entrar en su círculo.
—Javier, ¿para qué quiero ese círculo? Tengo mi trabajo.
—¿Qué trabajo? —frunció el ceño—. Traduces en casa. No es una carrera. Esto te daría estatus.
—¿El estatus de “esposa de”?
—¿Y qué tiene de malo? —se acercó al armario—. Esas mujeres son felices. Viajan, se divierten, viven bien.
—Con el dinero de sus maridos.
—¿Y? Ellos ganan, ellas disfrutan. distribución lógica. Yo puedo mantenerte, Lucía. Deja el trabajo si quieres.
Ella se sentó en la cama, apretándose las sienes. ¿Cómo explicarle que trabajar no era solo dinero? Era independencia, autoestima, no ser un apéndice de nadie.
—No quiero ser un adorno, Javier. Tengo mi profesión, mis logros.
—¿Qué logros? —se rio con aspereza—. ¿Traducir manuales de maquinaria?
Las palabras dolieron más que un bofetón. Lucía entró al baño y cerró la puerta. Recordó cuando se conocieron: Javier era un simple comercial, ella empezaba como traductora. Éramos iguales, pensó. Ahora me mira con condescendencia.
A la mañana siguiente, Javier salió sin desayunar. Lucía se quedó mirando por la ventana: gente yendo al trabajo, madres llevando niños al cole. Sonó el teléfono.
—¿Lucía? Soy Elena. Quería hablar. ¿Quedamos?
En un café cercano, Elena—aún más elegante que la noche anterior—habló con franqueza.
—Ayer vi que estabas incómoda. Yo también trabajé antes. Fui jefa de contabilidad. Cuando mi marido ascendió, me dieron a elegir: carrera o ser “la señora de”. Elegí mal.
Lucía la escuchó. Elena confesó que llevaba una consultoría discreta, y que la fundación sí existía, pero las cuotas eran cincuenta euros, no quinientos.
—Quería ver la reacción de Javier. Ni pestañeó. El dinero no era el problema.
Esa noche, Javier llegó animado.
—¡Elena está encantada! Nos invitan a su finca el finde. ¿Y lo de la fundación?
—Participaré. Pero a mi manera: traduciendo para orfanatos. ComoY cuando, años después, Lucía fundó su propia agencia de traducción especializada en textos jurídicos, Javier—ahora orgulloso pero algo avergonzado—entendió que el verdadero estatus nunca se hereda, se construye.