Esposa ajena

**La esposa ajena**

Apenas conoció a Inés, Sergio supo que su vida jamás sería igual. Nunca una mujer lo había cautivado de tal forma. El problema: ella estaba casada. Y eso no era todo.

El marido de Inés, Jorge, era su compañero de universidad. No eran inseparables, pero mantenían contacto, coincidiendo en fiestas y reuniones de amigos comunes.

Fue en una de esas veladas donde Jorge los presentó: «Esta es Inés, mi esposa». Sergio se sorprendió; ignoraba que su amigo se hubiera casado. Resultó que no hubo boda: un trámite rápido en el registro. Jorge siempre fue ahorrativo. «¿Para qué malgastar en una fiesta? Mejor viajar», argumentó.

—¿Y el vestido blanco? ¿Las fotos para el álbum? —preguntó Sergio, incrédulo.
—Tanta pompa me agobia —refunfuñó Jorge—. Además, dicen que a más lujo, más rápido el divorcio.

Inés asintió, aunque una sombra de decepción cruzó su rostro.
—¿No te gustan los vestidos de novia? —insistió Sergio.
—Me encantan —confesó ella—. Pero Jorge opina que es puro negocio. ¿Casarse sin fiesta garantiza un matrimonio sólido?

—El tiempo lo dirá —sonrió Inés, con una mirada soñadora hacia el futuro.

En ese instante, Sergio se hundió en sus ojos. Esa noche charlaron sin parar, descubriendo afinidades. Jorge, ausente, resolvía asuntos laborales por teléfono.

—¿No temes que alguien te la robe? —bromeó Sergio.
—¿A mí? —Inés rio—. Jorge solo vive para el trabajo.

—¿Bailamos?

Esa misma noche, Sergio sintió la chispa. No era amor, sino una conexión inexplicable. Inés, sin ser una belleza clásica, irradiaba un magnetismo único.

Dos semanas después, Jorge llamó:
—¿Me haces un favor? Teníamos entradas para el teatro, pero no puedo ir. ¿Acompañas a Inés?

Tras la tercera «cita», Sergio decidió evitar a Inés. Una esposa ajena era territorio prohibido. Pero en los cumpleaños del grupo, ella se sentó a su lado:
—¿Me evitas? ¿Te he ofendido?

—Es… complicado. No quiero entrometerme.
—Jorge aprueba que salgamos —replicó ella, desarmante—. ¡Hasta insiste!

Así, compartieron exposiciones y obras de teatro. Sergio se repetía: «Podemos ser solo amigos». Pero contenerse era difícil.

Pasaron dos años. Sergio intentó enamorarse de otras, sin éxito. Hasta que Inés lo llamó llorando: Jorge se negaba a tener hijos, bebía demasiado y la acusaba de infidelidad.

—Tengo miedo —confesó—. No sé cuánto aguantaré.

Sergio contuvo la esperanza de que se separaran. Hasta que ella soltó:
—¿Por qué no te quise a ti? Contigo todo sería más fácil.

La revelación lo desmoronó. Inés solo veía amistad.

Al despedirla, sintió alivio, como extraer una muela dañada. Doloroso, pero necesario.

Jorge, celoso, lo amenazó:
—¡Aléjate de ella!

Meses después, una excompañera del instituto, recién llegada de Barcelona, reavivó su corazón. Hasta que, en una fiesta, Inés apareció de nuevo.

—Noto cómo la miras —le reprochó su nueva acompañante—. Entre vosotros hay algo.

Esa noche, el teléfono de Sergio vibró:
—¡Ven, por favor! Jorge está borracho… ¡Me encerré en el baño!

Al llegar, Jorge intentó golpearlo:
—¡Llévatela! ¡Tanto la deseas!

Sergio esquivó el puño:
—Eres un imbécil. Inés nunca me amó.

En el taxi, Inés se abrazó a él:
—¿Puedo quedarme en tu casa?

—No es buena idea.
—Te equivocas —susurró ella, temblorosa—. Te quiero. Siempre he sido feliz a tu lado.

El motor rugía, pero el silencio entre ellos gritaba más fuerte.

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