**La Esposa Ajena**
Apenas conoció a Lucía, Sergio supo que su vida jamás sería igual. Nunca antes una mujer lo había cautivado así. El problema: ella estaba casada. Y eso no era todo.
El marido de Lucía, Jorge, era su compañero de universidad. No eran inseparables, pero mantenían contacto, reuniones y fiestas con amigos en común.
Fue en una de esas reuniones donde Jorge los presentó: «Lucía, mi esposa». Sergio se sorprendió; ignoraba que su amigo se hubiera casado.
Resultó que no hubo boda. Solo un trámite en el registro civil. Idea de Jorge: «Para qué malgastar en fiestas. Mejor viajar». Siempre fue tacaño, prefería ahorrar.
—¿Y la despedida de soltero, el vestido blanco, las fotos? —preguntó Sergio.
—Odio los formalismos —refunfuñó Jorge—. Además, leí que a más lujo, más divorcios.
—¿Entonces esto garantiza amor eterno? —bromeó Sergio.
—Veremos —sonrió Lucía, con una mirada soñadora hacia el futuro.
En ese instante, Sergio se hundió en sus ojos. Esa noche charlaron sin parar. Jorge, ausente, resolvía asuntos laborales por teléfono. Lucía, serena, no parecía molesta.
—¿No temes que alguien te la robe? —inquirió Sergio.
—¿A mí? —Lucía rio—. Jorge está casado con su trabajo.
—¿No te duele?
—¿Que su trabajo importe más? Es normal.
—¿Bailamos?
—¿Por qué no?
Esa misma noche, Sergio sintió el peligro. Una chispa entre ellos. No era amor, sino complicidad.
Lucía, sin ser una belleza clásica, irradiaba un encanto único. Sergio no podía evitar admirarla.
Dos semanas después, Jorge llamó:
—¡Necesito un favor! Teníamos entradas para el concierto, pero tengo trabajo. ¿Acompañas a Lucía?
—¿No tiene amigas?
—Ella te eligió a ti.
—¿Dónde encontraste a alguien así?
—De un pueblo de Andalucía. Ahora ansía cultura. ¿Puedes ir?
—Esta vez sí.
El concierto fue mágico. Lucía lo convenció para una exposición la semana siguiente. Tras tres «citas», Sergio decidió evitarla. Esposa ajena: tabú.
Pero en cumpleaños y reuniones, era imposible. En una fiesta, Lucía se sentó junto a él:
—¿Me evitas? ¿Te ofendí?
—No. Es… incómodo.
—Jorge aprueba que me acompañes —dijo ella, sin pudor.
—¡Claro! —confirmó Jorge, entre risas—. Ella odia pescar.
Así, Sergio y Lucía siguieron compartiendo momentos. «Podemos ser solo amigos», se repetía él.
Dos años después, Lucía llamó llorando: quería hijos; Jorge, no. Él bebía, gritaba, la celaba hasta de Sergio.
—Ayer amenazó con romper la puerta —susurró ella, escondida en el baño—. Tengo miedo.
Sergio acudió. Jorge, ebrio, intentó golpearlo.
—Lárgate —rugió—. ¡Llévatela!
—Eres un idiota —dijo Sergio—. Lucía nunca me amó.
En el taxi, Lucía temblaba:
—¿Puedo quedarme en tu casa?
—No es buena idea.
—Te equivocas —murmuró ella, entre lágrimas—. Te quiero.
Sergio contuvo el aliento. El futuro, ahora, era un abismo desconocido.