¿Me esperarás?
Cómo pasa el tiempo. No me di cuenta y ya casi cumplo cincuenta. Y parecía que siempre sería joven. Natalia se miró en el espejo. Giró la cabeza de un lado, luego del otro. Puro desastre. Bueno, dicen que hay que quererse tal cual una es. Pero… ¿qué hay que querer? Ojeras, comisuras caídas, arrugas, ojos tristes. Ay, mejor no mirar tanto espectáculo.
Y eso que no cargó ladrillos ni sudó en una fábrica. Pasó la vida en una oficina cálida, revisando papeles. Pero la edad se le notaba igual.
Natalia suspiró. «¿Y por qué me agobio? ¿Quién me mira a mí? Hay chicas jóvenes por todas partes. Respira hondo», se ordenó. Y lo hizo: una bocanada, luego otra. «¿Qué más da si Miguel ha vuelto? Ni se acordará de mí. Cuánta agua ha corrido bajo el puente…»
***
—Nati, ¿vamos al cine? —propuso Miguel, con las orejas rojas como tomates.
—¿A qué película? —preguntó ella, fingiendo indiferencia, aunque el corazón le saltaba de alegría.
—No me acuerdo del título, pero a los amigos les gustó.
—A mí me gustan las de amor o aventuras —dijo Nati soñadora, y vio cómo la cara de Miguel se alargaba—. Bueno, vale, vamos. ¿Cuándo?
—Ahora mismo —contestó él, entusiasmado.
Nati pensó. Su madre no le había encargado nada. Y los deberes podía hacerlos después. Total, su madre estaba en el trabajo. No necesitaba permiso.
—Vamos —aceptó.
En el cine había poca gente, era día laboral. Las luces se apagaron y empezó una película de tiros y coches. Nati miró de reojo el perfil de Miguel, absorto en la pantalla. En una escena, el héroe rescataba a la chica de unos malos y se besaban. Nati se tensó y se sonrojó, sabiendo que Miguel también veía ese beso.
De pronto, él se acercó lo que permitía el brazo del asiento y le cogió la mano. El corazón le dio un vuelco y se quedó quieta, sin atreverse a moverse. «Ahora me dará un beso en la mejilla…», pensó. Pero no. Los personajes volvieron a la acción y Miguel siguió mirando la película. Nati pasó toda la sesión conteniendo la respiración.
Al terminar, encendieron las luces y él soltó su mano. De pronto, le entró frío. Se abrochó el abrigo y se puso el gorro, lamentando que la película hubiera acabado tan pronto.
Fuera, el invierno ya oscurecía temprano. Caminaron hacia casa y Miguel le contó emocionado las mejores escenas, como si ella no hubiera estado allí. Cuando callaba, había silencios incómodos. Nati preguntaba algo y él seguía hablando. Ella esperaba que la tomara de la mano, pero él llevaba su mochila en una mano y gesticulaba con la otra.
Al llegar, Nati se detuvo y bajó la mirada. Miguel también calló.
—¿Me voy? —tomó su mochila y abrió la verja.
—Nati, ¿volvemos al cine? —la llamó él.
Ella se volvió. Entre las sombras no veía su cara, pero sabía que temía un no.
—¡Vale! —contestó alegre y salió corriendo.
Fueron al cine varias veces más. Miguel siempre le cogía la mano al apagarse las luces y no la soltaba hasta el final. A veces solo paseaban. Miguel había terminado el instituto el año anterior y en primavera lo llamarían al servicio militar. No siguió estudiando, trabajaba con su padre en un taller mecánico.
Un día incluso le dio un beso en la comisura de los labios. Ella temía que nunca se atrevería. ¡Se sintió tan feliz ese día!
En primavera se fue a la mili. La noche antes, la llamó tirando una piedra a su ventana. Nati se puso el abrigo y salió. Él olía a alcohol.
—Me voy mañana. ¿Me esperarás?
—Sí —respondió ella con voz ronca—. Claro que te esperaré.
¿Cómo podía dudarlo? Para ella no existía nadie más en el mundo.
Su madre, al notar su ausencia, asomó la cabeza por la ventana y la llamó. Nati se alzó de puntillas, le dio un beso en la mejilla caliente y echó a correr.
Su padre bebía y el invierno pasado lo encontraron congelado en la calle. Su madre se juntó con otro hombre. Nati se sentía incómoda, evitaba salir a la cocina. Al terminar el instituto, se mudó a la capital de provincia. Solo hora y media en autobús. Su madre no la retuvo. Incluso pareció aliviarse. Le dio algo de dinero y le hizo un gesto de despedida cuando se fue con su pequeña maleta.
Al principio vivió con unos parientes de una amiga que también habían venido del pueblo. Hizo un curso de contabilidad y con su primer sueldo alquiló una habitación.
Miguel no prometió escribir. No se le ocurrió o no tuvo tiempo, pero ¿qué más daba? Ella igual lo esperó. Iba poco al pueblo. En una visita, notó que su madre tenía la barriga redonda. Le dolió pensar que su madre querría más a ese niño, mientras ella quedaba fuera.
No veía a su madre como una mujer joven, aunque solo tenía cuarenta. Las madres de sus compañeras no tenían hijos a esa edad. Le daba vergüenza y dejó de ir al pueblo.
Pero volvió cuando supo que Miguel regresaría. Una amiga le avisó. Su hermanito ya caminaba torpemente por la casa. Su madre lo llamaba Miguelito. Cada vez que lo oía, recordaba a su Miguel.
Salía a la calle a ver si llegaba, pero no apareció. En la tienda, oyó a su madre quejarse de que se retrasaba, que traía una novia de la ciudad donde había estado destinado.
Nati lloró toda la noche. Por la mañana, tomó el primer autobús de vuelta.
A los seis meses conoció a un chico y se casó. Ni ella misma sabía por qué. Nadie la obligó. Pronto comprendió su error. Nada era como debía. Su marido la menospreciaba. Le decía que no era de ciudad, que tenía suerte de que la hubiera tomado como esposa. Pasaba el tiempo con amigos, viendo fútbol y bebiendo. Nati no lo quería ni soportaba. Sabía cómo acabaría. Lo hablaron, pero él solo decía:
—¿No te gusta? No te ato. No encontrarás a nadie mejor.
Por suerte, no tuvieron hijos. Se separaron sin complicaciones. Se fue con lo que trajo.
El trabajo le dio una habitación en una residencia, pequeña pero con cocina. Años después compró un piso. Su madre, su padrastro y su hermano fueron a verlo y, claro, trajeron noticias. Así supo que Miguel se había divorciado y había vuelto. Pero no se quedó en el pueblo, se fue al norte.
—Deberías casarte. Tienes de todo, hasta piso. Y deberías tener hijos —le dijo su madre en la cocina, cuando los hombres ya dormían—. ¿Nadie te gusta? No todo gira en torno a Miguel.
—¿Cómo sabes? —saltó Nati.
Hombres la cortejaban, pero ella era tímida y retraída. No salía de fiesta ni bebía. Con los hombres nunca encajó. Se quedó sola, como una damisela de otra época, soñando con un amor puro.
Hacía poco que Miguelito corría sin pantalones, y ya se casaba. Vino con su esposa a la ciudad. Trajeron patatas, encurtidos y mermelada. Estuvieron una semana con Nati.
Su cuñada leSe miraron en silencio, y en ese instante supieron que, aunque el tiempo había pasado, algunos amores nunca se van.