Esperando lo inesperado

**Esperando Algo**

Lucía estaba sentada en el banco del patio de su casa, comiendo un *Bounty*, su tableta de chocolate favorita desde pequeña. La casa era grande, de dos plantas; su padre, albañil de profesión, la había construido rápidamente. Lucía tenía una hermana mayor, Marta, de diecisiete años. Las dos eran muy unidas, y Marta, como hermana mayor, la cuidaba, la ayudaba e incluso la defendía si hacía falta.

Lucía terminó el chocolate y suspiró hondo. Una preocupación desconocida la atormentaba: se había enamorado. Podría parecer normal—una chica a punto de cumplir quince años, enamorada. Algunas se enamoran incluso a los doce o trece, ¿qué tenía de malo?

—Podría haberme fijado en algún compañero de clase o en Pablo, el chico del paralelo que vuelve locas a todas, hasta a las mayores, porque es alto y guapo. Pero no, a mí me tocó enamorarme de un amigo de mi padre, Javier. ¡Dios mío, qué voy a hacer? —se lamentaba, envidiando a sus amigas, que solo hablaban de chicos de su edad, no de hombres adultos.

Justo entonces llegaron los invitados: el tío Javier con su mujer, Sonia, y su hija Claudia, dos años menor que Lucía. Las familias de Lucía y Javier eran amigas desde hacía generaciones, desde los tiempos de los abuelos, y ahora sus padres mantenían esa amistad, al igual que sus madres.

Lucía sabía que Sonia era una mujer buena y honesta, que adoraba a su marido, pero eso no le gustaba. No entendía qué le pasaba, hasta que un día Marta la agarró del brazo y la llevó lejos de la casa, al jardín. Era el cumpleaños de su madre, y todos celebraban.

—Lucía, ¿qué estás tramando? —preguntó Marta, preocupada.

—Nada, ¿de qué hablas? —respondió Lucía con inocencia.

—¿Estás enamorada de Javier? —Marta la miró fijamente, esperando una respuesta.

—¿Y qué si lo estoy? ¿Te da envidia? —replicó Lucía, rompiendo a llorar.

Llevaba tres meses enamorada del tío Javier, desde que celebraron su cumpleaños en la casa de campo. Él era divertido y alegre, y Lucía se quedó embobada viéndolo bailar con su madre. Pero ella quería que bailara así con ella, que se riera y bromease. Se sentía incómoda por esos sentimientos, como si estuviera en un estado extraño.

Y ahora, la lista Marta la había pillado. Le daba vergüenza que su hermana lo supiera; creía que nadie se había dado cuenta. Marta, al principio molesta, de pronto la abrazó y le dijo con cariño:

—Tonta, no pasa nada. Se te pasará con el tiempo.

Lucía dejó de enfadarse al instante, mientras Marta le secaba las lágrimas. Pero entonces, como si fuera poco, llegó su madre, alarmada:

—Lucía, ¿qué te pasa?

—Nada, mamá, solo se asustó de una avispa; casi le pica en la cara —improvisó Marta.

—Ah, ya veo. Ten cuidado, últimamente hay muchas —dijo su madre antes de marcharse.

Pasó el tiempo, pero el amor de Lucía por Javier no desaparecía. Era buena estudiante, se llevaba bien con sus compañeros, los chicos no dejaban de rondarla—era guapa, pero no correspondía a ninguno. Iba a las fiestas del instituto, bailaba con ellos, recibía notas de amor. Más tarde, ya en bachillerato, incluso empezó a salir con algunos. Pero siempre supo que el tío Javier era el caballero de su corazón.

En segundo de bachillerato, ya más madura, pensó en serio:

—Tengo que olvidar este amor por el tío Javier. Es solo un primer amor, y dicen que el primero siempre es desgraciado. —Pero no podía quitárselo de la cabeza. —Vivo una doble vida: en una están mis padres, mis amigos y mi rutina, y en la otra, el tío Javier. Esto no está bien. Marta dijo que se me pasaría, pero no ha sido así.

Llegó el momento de acabar el instituto y elegir carrera. Dudaba entre Psicología, pero recordó que de pequeña soñaba con ser médica. Al final, eso decidió. Como siempre había sacado buenas notas, entró sin problemas en la facultad de Medicina.

Un día, Claudia, la hija de Javier, a quien Lucía no quería mucho—porque vivía feliz junto a él, como su mujer Sonia—, la llamó. Lucía ya estaba en tercero de carrera.

—Hola, Lucía. Mi madre me pidió que te llamara. El sábado es su cumpleaños, así que venid todos a la casa de campo. Lo celebraremos allí.

—Gracias, Claudia. Iré —respondió automáticamente.

Sonia era una anfitriona excelente, cariñosa y trabajadora. Sus platos eran deliciosos, y todos disfrutaban yendo a su casa. Javier, por su parte, hacía unas brochetas perfectas, que nunca se quemaban.

No tenían muchos familiares, así que la mayoría de los invitados eran amigos. Unas diez personas, sin contar a los dueños. Después de comer, Lucía salió al jardín. Era otoño, y el aire fresco le sentó bien después del calor dentro. Se quedó junto a una mesa pequeña, admirando el jardín bien cuidado, donde aún quedaban algunas flores resistentes.

—Ahí tienes tu favorito —oyó de repente una voz que la hizo sobresaltarse.

Javier sostenía un plato con un trozo de tarta de queso y frambuesa y una taza de té.

—¡Oh, gracias! Déjalo en la mesa, que si no lo tiro —dijo, ruborizándose. —¿Cómo sabes que me gusta la de frambuesa?

—No sé, lo he notado alguna vez —sonrió él. —La verdad es que me fijo en muchas cosas —añadió, y para no incomodarla más, volvió adentro.

—¿Qué más habrá notado? —pensó Lucía. —¿Sabrá que me gusta? Y encima, no se me pasa. —Se sentó en el banco y empezó a comerse la tarta, casi sin saborearla.

Claudia se acercó entonces.

—Está buena, ¿verdad? Mi madre siempre cocina genial. Fue ella quien le dijo a mi padre que te trajera esto; sabe que te encanta.

—Sí, está deliciosa —contestó Lucía. —En casa hacía mucho calor, por eso he salido. Aunque mi padre quería poner la mesa en la terraza, mi madre no quiso. Siempre tiene frío.

Charlaron un rato. Marta no pudo ir; ya tenía su propia familia y vivía con su marido en otra ciudad. Lucía ni siquiera pensaba en casarse, aunque salía con chicos. La cortejaban, la invitaban a citas, le hacían regalos, pero aunque tuvo un par de relaciones serias—incluso un compromiso—, al final siempre decía que no estaba lista.

Se graduó con matrícula y empezó a trabajar en un ambulatorio. Un día, su madre le dio la noticia: Sonia estaba muy enferma.

—Hija, a Sonia le han diagnosticado una enfermedad horrible, y ya está muy avanzada. Javier está destrozado, Claudia no para de llorar.

Lucía se sintió culpable por un momento, como si su amor por Javier hubiera provocado aquello, pero luego lo descartó.

—¿Qué tendrá que ver yo? Esto es cosa del destino.

No se alegraba; le daba mucha pena. Como médica, sabía lo que les esperaba. Claudia le confesó un día:

—Mi madre se niega a tratarse. Dice que va a morir igual. Papá no discute, pero llamó a un psicólogo para que la ayudara. Ni siquiera llora…

Lucía lo entendía. Al año, Sonia falleció. En el funeral, vio a Javier envejecido y a Claudia llorando. Pasó una semana, y Lucía seguía afectada.

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