**Esperando el Reencuentro**
Septiembre llegó cálido, seco y soleado. El sol bajo del otoño cegaba, sobre todo al atardecer. Roberto bajó la visera del coche para protegerse. A él, alto como era, le servía de algo, pero a Lucía…
Cuántas veces le había dicho que dejase el coche en casa. Él la llevaría al trabajo, la recogería después. Claro que sus horarios no coincidían.
—Me encanta que te preocupes por mí, cariño. Pero conduzco con cuidado, tú mismo lo has visto. No puedo vivir sin mi coche— decía Lucía, acurrucándose junto a él.
—Vale, pero prométeme que al menos te pondrás las gafas de sol. La semana que viene empezarán las lluvias, hará frío. Aunque lluvia con charcos y asfalto resbaladizo tampoco es mejor que el sol cegador. En ambos casos hay riesgo de accidente.
—Eres un sol, mi cielo. Todo irá bien. Te lo prometo— juró Lucía con solemnidad.
Roberto aparcó frente a su bloque y, por costumbre, miró las ventanas del tercer piso. El sol rebotaba en los cristales, imposible distinguir si las persianas estaban bajadas. Si no lo estaban, el piso sería un horno tras horas de calor acumulado.
Notó al instante que el coche de Lucía no estaba. No había vuelto del trabajo. Raro, no había llamado, no avisó de que llegaría tarde. Por si acaso, revisó el móvil. Nada. Ni una llamada perdida ni un mensaje. Lucía salía una hora antes que él y solía tener la cena lista cuando llegaba.
Guardo el teléfono, cerró el coche con llave y entró en el portal.
***
Se conocieron hace año y medio. Roberto volvía del trabajo cuando vio un coche parado en el arcén con la puerta abierta y a una chica menuda y perdida junto a él. Pinchazo, obvio. Se detuvo y le ofreció ayuda. Así empezó todo.
Lucía vivía de alquiler. Menuda, orgullosa e independiente. A su lado, Roberto se sentía fuerte, protector. Quería cuidarla de todo, pero ella se enfadaba, creyéndose capaz de todo. Pronto le propuso vivir juntos. ¿Para qué pagar otro alquiler si siempre acababa en su casa?
El piso de Roberto, una madriguera de soltero, se transformó sin que apenas se diera cuenta. Aparecieron mantas, cojines de colores, lámparas acogedoras. Olía a bizcocho recién hecho, a guisos caseros, a vainilla. Ya no era un pisillo cualquiera, sino un hogar.
Un día, Lucía llegó con un cachorro sucio. Se escondía de la lluvia bajo un arbusto raquítico junto al portal.
—Lucía, ¿para qué lo traes? Está sucio, huele mal y debe tener pulgas. Y va a destrozarlo todo— protestó Roberto. Nunca le habían gustado los perros.
—Míralo, Roberto, es adorable. No tiene pulgas, solo tiene frío. Si lo dejamos aquí, morirá. Lo bañaré y mañana lo llevo al veterinario. No te preocupes, yo me ocuparé de todo. ¿A que es precioso?— abrazó al tembloroso cachorro contra su pecho.
—Sabes que no me gustan los perros. Déjalo mañana mismo en la clínica— concedió Roberto con gesto magnánimo.
Lucía lo miró de tal manera que supo que, si insistía, ella se iría con el perro. Y eso no podía permitirlo. Roberto estaba enamorado. Nunca había querido así a nadie. No le quedó más que resignarse.
Aquel inocente cachorro recibió el nombre épico de Thor. Y el animal acogió el nombre al instante, levantando la cabeza y erguiendo las orejas caídas.
—¡Thor!— llamó Roberto, pero el perro ni se inmutó, solo movió una oreja como diciendo: «Déjame en paz.»
Con buena comida, Thor engordó rápido. En seis meses era un perro mediano, pelaje dorado y sedoso. Mezcla de mil razas, pero con algo innegable de labrador.
Aunque Roberto lo acariciaba y jugaba con él, Thor solo tenía ojos para Lucía. La seguía a todas partes, ignorando las órdenes de Roberto. Hasta le daba algo de celos.
Así vivían los tres. Roberto estaba contento. Hasta con Thor se había reconciliado, sacándolo cada mañana. Los niños podrían esperar. Por ahora, con los tres, todo era perfecto.
***
Al acercarse al portal, Roberto ya oyó los ladridos y aullidos de Thor. Al abrir la puerta, el perro se coló corriendo hacia las escaleras.
Roberto suspiró, cerró el piso y salió tras él.
—Tranquilo, amigo— refunfuñó, viendo cómo Thor arañaba la puerta de la calle.
Normalmente esperaba a que le pusieran la correa, pero hoy estaba inquieto. Una vez fuera, corrió unos metros, miró atrás como asegurándose de que Roberto lo seguía.
—Voy, voy. ¿Adónde vas tan rápido?— masculló Roberto, acelerando el paso.
Thor movió las orejas nervioso y, de repente, salió disparado del patio.
—¡Para!— gritó Roberto.—¡Vaya tela! ¿Dónde demonios vas?
Thor se detenía de vez en cuando, volviendo la cabeza para confirmar que Roberto seguía ahí, antes de correr de nuevo, guiado por un GPS que solo él entendía.
Roberto sabía que Thor no corría sin motivo. Solo se apuraba así cuando iba hacia Lucía. Un mal presentimiento lo obligó a correr más rápido, la ansiedad del perro contagiándole.
Atravesaron un parque donde solían pasear, luego zigzaguearon entre patios. Roberto jadeaba, el corazón a punto de estallarle. Más adelante, los ladridos angustiados de Thor. Aceleró, maldiciendo la energía del animal y jurando empezar a hacer ejercicio.
Al salir a una calle secundaria, entre casitas bajas de un barrio antiguo milagrosamente conservado, vio a Thor en el arcén, olisqueando el suelo. Al acercarse, descubrió los cristales rotos esparcidos sobre el asfalto. Thor, al sentirle, ladró con voz ronca.
Roberto lo supo al instante: algo le había pasado a Lucía. ¿Por qué habría tomado esta calle? Thor gimió, luego ladró de nuevo. Un niño de unos diez años jugaba tras una verja cercana.
—Oye, chaval, ¿sabes qué pasó aquí?— gritó Roberto, esperando a que pasara un coche. Le llamó la atención a Thor, temiendo que sus ladridos taparan la respuesta.
El chico se acercó.
—Un accidente. Iba saliendo del colegio cuando vi marcharse a la ambulancia. Luego vino la grúa.
—¿De qué color era el coche? ¿Rojo?
—Creo que sí.
Roberto sacó el móvil y marcó un número.
—Dígame, acaba de llegar una llamada… ¿A cuál?… Gracias.
Se arrepintió de no haber puesto la correa a Thor. El perro se negaba a abandonar el lugar. Sin insistir, Roberto corrió de vuelta al coche.
El sol se había puesto. Cuando llegó al hospital, era de noche. Preguntó por Lucía. El médico lo miró cansado.
—¿Usted es?
—Su marido.
—No tengo buenas noticias. Falleció en el trayecto.
El corazón de Roberto se detuvo. Su mente rebobinaba: error, no es ella, nunca viene por aquí, imposible… Tengo que llamarla…
—¿Puedo verla?— preguntó con voz ronca.
—No hay mucho que ver. El rostro está irreconocible.
—¿Y si no es ella?— aún quedaba un hilo de esperanza.
—Llevaba documentos. VThor, el nuevo cachorro, se acurrucó junto a él en el sofá esa noche, y por primera vez en semanas, Roberto sintió que el vacío se hacía un poco más pequeño.