Esperando algo

Esperando Algo

Lucía estaba sentada en un banco del patio de su casa, comiendo un “Bounty”, su chocolatina favorita desde pequeña. La casa era grande, de dos plantas; su padre era constructor y había levantado la vivienda rápidamente. Lucía tenía una hermana mayor, Vega, de diecisiete años. Las dos eran muy unidas, y Vega, como la mayor, siempre velaba por su hermana, la ayudaba e incluso la defendía cuando era necesario.

Terminó el chocolate y suspiró hondo. Una preocupación desconocida la invadía: estaba enamorada. No parecía gran cosa, una chica a punto de cumplir quince años, enamoriscada. A algunas les pasa a los doce o trece, pero ¿por qué a ella ahora?

“Podría haberme fijado en algún compañero de clase, o en Pablo, el chico del curso paralelo que vuelve locas a todas, incluso a las de bachillerato, porque es alto y guapo. Pero no, tenía que ser del amigo de mi padre, Adrián. ¿Qué hago ahora?”, pensaba Lucía, envidiando a sus amigas, que solo hablaban de chicos de su edad, no de hombres adultos.

Justo entonces llegaron sus invitados: Adrián, su mujer Inés y su hija Marina, dos años menor que Lucía. Las familias llevaban décadas de amistad, desde los tiempos de los abuelos. Ahora sus padres seguían siendo amigos, y las esposas también mantenían una buena relación.

Lucía sabía que Inés era una mujer buena y respetable, que amaba a su marido, pero eso no le gustaba. Ni siquiera entendía lo que le pasaba hasta que Vega la agarró del brazo una tarde y la llevó al jardín, lejos de la casa. Ese día celebraban el cumpleaños de su madre.

—Lucía, ¿qué tramas? —preguntó Vega, seria.

—Nada, ¿de qué hablas? —respondió la menor con ojos inocentes.

—¿Te has enamorado de Adrián? —Vega la miró fijamente, esperando una respuesta.

—¿Y qué? ¿Te da envidia? —estalló Lucía en llanto.

Llevaba tres meses enamorada de Adrián, desde que celebraron su cumpleaños en la casa de campo. Él era alegre y cariñoso, y Lucía había quedado prendada al verlo bailar con su madre. Pero deseaba que bailara así con ella, que se riera y bromease. Se sentía confundida y culpable por esos sentimientos.

Y ahora Vega lo sabía. Le daba vergüenza que su hermana lo hubiera descubierto; creía que nadie se daría cuenta. Vega, al principio molesta, terminó abrazándola y susurrándole con ternura:

—Qué tonta eres. Tranquila, se te pasará.

Lucía dejó de enfadarse al instante, y Vega le secó las lágrimas. Pero entonces llegó su madre, preocupada:

—Lucía, ¿qué te pasa?

—Nada, mamá, se asustó de una avispa —improvisó Vega—. Casi la pica en la cara.

—Ah, con razón. Cuidado, que hay muchas este año —dijo su madre antes de irse.

El tiempo pasaba, pero el amor de Lucía por Adrián no desaparecía. Iba bien en el instituto, tenía amigos, los chicos se fijaban en ella porque era bonita, pero nunca les correspondía. Salía a fiestas, bailaba con ellos, recibía cartas de amor. Incluso empezó a tener citas en bachillerato, pero en su corazón, Adrián seguía siendo su caballero.

Ya en segundo de bachillerato, reflexionó:

“Tengo que olvidar este amor por Adrián. Es solo el primer amor, y dicen que siempre acaba mal”. Pero no podía. “Vivo una doble vida: en una están mis padres, mis amigos, mis estudios; en la otra, Adrián. Vega dijo que se me pasaría, pero no ha sido así”.

Llegó el momento de elegir carrera. Dudaba entre Psicología, pero recordó que de pequeña quería ser médica. Al final, ganó ese sueño. Estudió mucho, sacó buenas notas y entró en la facultad de Medicina.

Un día, Marina, la hija de Adrián, a quien Lucía no quería mucho porque vivía con él cada día, como Inés, la llamó:

—Hola, Lucía. Mi madre cumple años el sábado. Quiere que vengáis todos a la casa de campo.

—Gracias, Marina. Iré —respondió Lucía sin pensar.

Inés era una anfitriona excepcional, cocinaba delicioso, y todos disfrutaban yendo a su casa. Adrián, por su parte, hacía unas brochetas perfectas, nunca se le quemaban.

Esa tarde, después de comer, Lucía salió al jardín. Era otoño, y el frescor le sentó bien. Mientras admiraba las flores que resistían el frío, oyó una voz detrás de ella:

—Aquí tienes tu favorito.

Adrián sostenía un plato con un trozo de tarta de queso y frambuesa y una taza de té.

—¡Gracias! Déjalo en la mesa, que si no, lo tiro —dijo, ruborizándose—. ¿Cómo sabes que me gusta esta tarta?

—Lo noté en algún momento —sonrió él—. Noto muchas cosas.

Y se fue, dejándola con la duda: “¿Qué más habrá notado? ¿Sabrá que me gusta?”

Marina se acercó entonces:

—Está rico, ¿verdad? Mi madre manda siempre.

—Sí, muy rico —murmuró Lucía.

Pasaron los años. Lucía se graduó con matrícula y trabajaba en un ambulatorio. Un día, su madre le dio una mala noticia:

—Hija, a Inés le han diagnosticado una enfermedad grave. Ya está muy avanzada. Adrián está destrozado, Marina llora sin parar…

Lucía se sintió culpable un instante: “¿Habré atraído esto con mi estúpido amor?” Pero pronto lo descartó. No tenía sentido.

Inés rechazó el tratamiento. “¿Para qué alargar el sufrimiento?”, decía. Adrián llamó a un psicólogo, pero ella solo lamentaba dejar a Marina tan joven.

Un año después, Inés falleció. En el funeral, Lucía vio a Adrián envejecido, a Marina llorando. La vida era injusta.

Pasada una semana, Lucía seguía aturdida.

“Me duele la cabeza, estoy agotada. Atiendo a los pacientes en piloto automático. Necesito dormir”.

Durmió todo un día. Al despertar, notó un alivio extraño. Como si algo hubiera desaparecido. Ya no pensaba en Adrián. Solo una sensación de vacío, de calma.

Los años siguieron. Lucía se especializó en cardiología. Un día, al final de su turno, tenía un paciente llamado Rodrigo. Era su cumpleaños, había recibido felicitaciones de todos.

—Veintiocho años y ni rastro de matrimonio —pensó, cansada—. Mis padres quieren nietos, pero ¿de dónde los saco?

Llamaron a la puerta. Era Adrián, con flores.

—Rodrigo —leyó ella en la lista.

—Adrián —corrigió él, sonriendo—. Hola, Lucía. Y por favor, sin “tío”.

Ella se levantó, y él, con una mirada, hizo salir a la enfermera. Le tomó la mano y se la llevó a los labios.

—Tenemos que hablar. Y feliz cumpleaños.

En una cafetería, él habló sin parar. Al final, la miró serio:

—Quiero pedir tu mano a tus padres.

Lucía, confundida, respondió:

—Necesito pensarlo.

—Claro, pero no tardes. Ya hemos perdido mucho tiempo.

Esa noche llamó a Vega.

—¿Qué hago? —le contó todo.

—Acepta. Él siempre te ha mirado distinto. Mamá lo sabe, y Marina no se opondrá. Además, lo amas, ¿no?

—Sí —susurró Lucía—.

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