En espera de algo
Lucía estaba sentada en un banco del patio de su casa, comiendo un “Bounty”, su chocolatina favorita desde pequeña. La casa era grande, de dos plantas; su padre era albañil y la había construido rápidamente. Lucía tenía una hermana mayor, Valeria, que con diecisiete años la cuidaba, la ayudaba y hasta la defendía cuando era necesario.
Terminó el chocolate y suspiró hondo. A la chica, que pronto cumpliría quince años, le había ocurrido algo inesperado: se había enamorado. Podría parecer normal, a esa edad todas se enamoran, incluso antes. Pero no de quien ella lo había hecho.
“Podría haberme fijado en algún compañero de clase, o en Adrián, el chico del curso paralelo que vuelve locas a todas, incluso a las mayores. Pero no, tenía que ser del amigo de mi padre, Javier. ¿Qué hago ahora?” Se sentía confundida y hasta envidiaba a sus amigas, que solo hablaban de chicos de su edad.
Justo entonces llegaron unos invitados: el tío Javier, su mujer Sonia y su hija Marta, dos años menor que Lucía. Las familias eran amigas desde hacía generaciones, desde los abuelos, y ahora sus padres seguían llevándose bien.
Lucía sabía que Sonia era buena y honesta, que amaba a su marido, pero eso no le gustaba. No entendía lo que le pasaba hasta que Valeria, un día, la agarró del brazo y la llevó lejos de la casa, al jardín. Era el cumpleaños de su madre.
“Lucía, ¿qué estás tramando?” preguntó su hermana con preocupación.
“Nada, ¿de qué hablas?” respondió ella, fingiendo inocencia.
“¿Te has enamorado de Javier?” Valeria la miró fijamente, esperando una respuesta.
“¿Y qué? ¿Te da envidia?” De repente, Lucía rompió a llorar.
Llevaba tres meses sintiendo algo por Javier, desde que celebraron su cumpleaños en la casa de campo. Él era alegre y divertido. Hasta se quedó embobada viéndolo bailar con su madre. Pero soñaba con ser ella quien bailara con él. Se sentía rara, incómoda, como si algo no encajara.
Y ahora Valeria lo había descubierto. Le daba vergüenza que su hermana lo supiera, pensaba que nadie se daría cuenta. Valeria, primero molesta, de pronto la abrazó y le dijo con cariño:
“Tonta, no pasa nada. Se te pasará con el tiempo.”
Lucía dejó de enfadarse, mientras su hermana le secaba las lágrimas. Pero entonces apareció su madre, preocupada:
“Lucía, ¿qué te pasa?”
“Nada, mamá, se asustó de una avispa. Casi la pica en la cara,” inventó Valeria.
“Ah, bueno, ten cuidado, hay muchas este año,” dijo su madre antes de irse.
El tiempo pasaba, pero su enamoramiento por Javier no desaparecía. Sacaba buenas notas, tenía amigos, los chicos la cortejaban, pero ella no correspondía. Iba a fiestas, bailaba, recibía cartas de amor. Hasta salió con algunos chicos en el instituto. Pero siempre supo que el tío Javier era el dueño de su corazón.
Ya en el último curso, pensó en serio:
“Tengo que olvidarme de Javier. Es solo mi primer amor, y dicen que siempre acaba mal.” Pero no podía. “Vivo una doble vida. Por un lado, mi familia, mis amigos. Por otro, Javier. No está bien. Valeria dijo que se me pasaría, pero sigue aquí.”
Llegó el momento de elegir carrera. Dudaba entre psicología y medicina, pero al final se decidió por lo segundo. Entró en la facultad sin problemas.
Marta, la hija de Javier, a quien no le tenía mucho cariño, la llamó un día. Lucía ya estaba en tercero.
“Hola, Lucía. Mi madre cumple años el sábado. Venid todos a la casa de campo.”
“Gracias, Marta. Iré,” respondió automáticamente.
Sonia era una anfitriona excepcional, cocinaba de maravilla. A Javier se le daban bien las barbacoas, nunca se le quemaba nada.
Esa noche, después de comer, Lucía salió al jardín. Era otoño, el aire fresco le sentó bien. Se quedó junto a una mesa pequeña, admirando las flores que aún resistían.
“Toma, tu favorito.”
Se sobresaltó al oír la voz de Javier. Él sostenía un trozo de tarta de queso con frambuesa y una taza de té.
“¡Gracias! Déjalo en la mesa, que si no lo tiro,” dijo, sonrojada. “¿Cómo sabías que me gusta esta?”
“Lo noté en algún momento,” sonrió él. “Noto muchas cosas.” Y, para no incomodarla más, se fue.
“¿Qué más habrá notado?” pensó Lucía. ¿Sabría que ella lo quería? Se sentó y empezó a comer sin prestar atención al sabor.
Marta se acercó.
“Está rico, ¿verdad? Mi madre cocina genial. Fue ella quien le dijo a papá que te trajera esto. Sabía que te gustaba.”
“Sí, está delicioso,” contestó Lucía.
Charlaron un rato. Valeria no pudo ir, ya estaba casada y vivía en otra ciudad. Lucía no pensaba en casarse, aunque salía con chicos. Algunos hasta le propusieron matrimonio, pero ella siempre decía que no. Sentía que algo le faltaba.
Cuando terminó la carrera, supo que Sonia estaba muy enferma. Su madre se lo contó:
“Es grave, hija. Están destrozados.”
Lucía se sintió culpable un momento, como si su amor por Javier hubiera provocado la enfermedad. Pero luego lo descartó. “No tiene sentido.”
Sonia se negó a tratarse. “¿Para qué alargar el sufrimiento?” decía. Un año después, falleció.
En el funeral, Lucía vio a Javier envejecido, a Marta llorando. Durante días no pudo recuperarse.
“Me duele la cabeza, estoy cansada, tengo mil pensamientos. Trabajo como un autómata. Necesito descansar.”
Durmió todo un día. Al despertar, sintió que algo había cambiado. Como si todo aquel peso hubiera desaparecido. Hasta se olvidó de Javier. Solo quedaba una sensación de vacío, de calma. Pero seguía esperando algo, sin saber qué.
Pasaron tres años. Lucía era cardióloga, con poco tiempo libre. Entendía a las mujeres que sufrían por amor, a los corazones rotos. Los hombres iban menos a consulta.
Ese día, al final de la jornada, tenía una cita con un tal Rodrigo. Era su cumpleaños, había recibido felicitaciones de todos.
“Veintiocho años y ni rastro de matrimonio,” pensó. “Mis padres quieren nietos, pero ¿de dónde los saco?”
Llamaron a la puerta. Era Javier, con flores.
“Rodrigo,” leyó en la lista.
“Javier,” corrigió él, sonriendo. “Hola, Lucía. Y por favor, sin ‘tío’.”
Ella se levantó. Él miró a la enfermera, que salió discretamente. Lucía dio un paso atrás, pero él le tomó la mano y se la llevó a los labios.
“Tenemos que hablar. Y feliz cumpleaños,” dijo, entregándole el ramo.
En una cafetería, él habló más que ella. Cuando oscureció, miró por la ventana y dijo en serio:
“Quiero pedirle tu mano a tus padres.”
Lucía, confundida, respondió:
“Necesito pensarlo.”
“Claro, pero no tardes. Ya hemos perdido mucho tiempo.”
En casa, llamó a Valeria.
“¿Qué hago?” le contó todo.
“Pues aceptar. Hace tiempo que noto cómo te mira. No como a mí, por ejemplo.”
“¿Crees que alguien más lo sabe?”
“Tal vez mamá. O Marta, pero ella vive en Alemania y no creo que le importe. Lo