**¡Espérame, Leticia Valdés!**
El timbre sonó y los pasillos del instituto se vaciaron poco a poco. Los profesores se dirigían a sus aulas, apurando a los rezagados.
Fuera, el sol primaveral invitaba a quedarse al aire libre. Leticia Valdés se detuvo frente a la puerta del aula. Como sus alumnos, deseaba dejar todo y pasear por las calles de Sevilla bajo ese cielo azul. Respiró hondo y entró. Los estudiantes de segundo de la ESO se levantaron con ruido.
—Buenos días. Siéntense, por favor—, dijo al pasar hacia su mesa.
—¿Quién falta hoy?—, preguntó, recorriendo el aula con una mirada rápida.
La empollona Ana Martín se levantó y respondió en inglés que Lucía Sánchez estaba enferma y que faltaba Adrián Rojas. Siempre era la primera en contestar; dominaba el idioma mejor que nadie. Un murmullo recorrió la clase.
—Javier, ¿qué pasa con Adrián?—, preguntó Leticia en español.
Javier Méndez era vecino de Adrián.
Todos en el instituto sabían que el padre de Adrián había salido de prisión hacía un año, que no trabajaba, bebía y maltrataba a su mujer. A Adrián también le había tocado cuando defendía a su madre. A menudo llegaba a clase con moretones. Antes de educación física, esperaba a que todos se cambiaran para que no vieran los hematomas en su cuerpo. Pero todos sabían la verdad. Javier lo contaba a escondidas.
A Leticia le daba pena Adrián. Un chico inteligente, maduro para su edad. En familias así, los niños crecen antes. Aprendía rápido, aunque el inglés se le resistía. Aun así, se esforzaba.
Después de la universidad, Leticia había vuelto a su antiguo instituto como profesora de inglés. No quería dejar sola a su madre, así que no se mudó a Madrid ni buscó trabajo en una academia privada, como sus compañeros.
A los cursos superiores los daba una profesora con más experiencia. A ella le tocó secundaria. Al principio, le hacían novatadas, pero con el tiempo la respetaron y la quisieron. Vestía formal, pero bajo esa seriedad impostada asomaban una sonrisa cálida y ojos que escondían humor.
Las chicas imitaban sus gestos; los chicos, tras la rudeza, ocultaban su enamoramiento. Este año, Leticia era tutora de segundo de la ESO.
—Leticia, ayer su padre llegó borracho otra vez. Volvió a pegarle a su madre. Se oían los gritos en todo el edificio. Anoche vino una ambulancia por ella. Adrián llamó cuando su padre se durmió. Luego, la policía se lo llevó a él y a Adrián también, hasta encontrar a algún familiar.
—¿Qué?—, exclamó Leticia, mirando de nuevo a la clase. Los alumnos, en silencio, esperaban alguna explicación. ¿Qué podía decirles?
—Vale, después de clase iré a comisaría a informarme.
Un suspiro de alivio recorrió el aula.
En su mente, Leticia veía el rostro de Adrián, de trece años. Cuántas veces le había preguntado si necesitaba ayuda, pero él negaba con miedo. Durante las clases, a veces sentía su mirada intensa, que la hacía ruborizarse y perder el hilo.
La clase aguardaba expectante.
—Bueno, empecemos—, dijo con falsa energía.
En el recreo, Leticia fue a ver al director.
—Manuel, lo de Adrián…
—Lo sé, Leticia. Ya me llamaron de la policía. Buscan a algún familiar. Si no encuentran a nadie, irá a un centro de menores. A su padre le caerá condena. Su madre… Si sobrevive. Ya sabes cómo son esos centros. No sé qué es peor: un padre así o adolescentes resentidos y solos.
—Quiero ir a comisaría, verlo y saber más.
—Como tutora, tienes derecho. Pero no te aconsejo que te metas en esto. He visto muchas cosas—. Bajó la mirada, cerrando la conversación.
Le permitieron ver a Adrián. Se encontraron en una habitación con paredes verdes chirriantes y muebles incómodos.
—¿Cómo está mi madre?—, preguntó él al instante.
Leticia dudó. No había preguntado por ella.
—Está en la UCI. No dejan visitas. No te preocupes, todo irá bien—, dijo con voz firme.
—¿Lo encerrarán? Ojalá—, sus ojos brillaron de rabia. Leticia notó cómo se subía las mangas de la sudadera para ocultar los moretones.
—¿Tienes familia? ¿Tíos, abuelos?—, preguntó con delicadeza.
—No lo sé. Aunque los tuviera, no querrían saber de mí. Gracias por venir, Leticia—. Su mirada la estremeció. —¿Puedo escribirte?
—Sí, claro—, respondió tras una pausa. —No sé si tendrás internet allí… Te dejo mi dirección y teléfono—. Le entregó un papel doblado.
—Gracias. Eres buena. Me gustas. Mucho. Sé que soy pequeño para ti. Pero creceré y volveré. Espérame—. Sus ojos tenían una mezcla de desesperación y esperanza.
A Leticia le dio ternura su torpe declaración, pero también pena. Quiso abrazarlo, acariciarle esos rizos rebeldes, calmarlo. Pero se contuvo. Podría malinterpretar ese gesto maternal.
Una policía asomó la cabeza.
—Disculpad, es la hora de comer…
Leticia entendió que debía irse.
—Ánimo. Llámame o escríbeme si necesitas algo—, dijo ya en la puerta.
—¡Leticia!— La voz quebrada del chico la detuvo. —Espérame.
Ella asintió y salió.
Las lágrimas asomaron en sus ojos. *Como un delincuente. ¿Qué será de él? ¿Cómo ayudarlo?*
Dos días después, el director la detuvo en el pasillo.
—Leticia, pásate por mi despacho.
El tono la alarmó.
—La madre de Adrián ha fallecido. Ya la han enterrado. El psicólogo no permitió que se despidiera. Pero hay algo bueno: llegó su abuela, la madre de su padre. Lo llevará a vivir con ella a Zaragoza. Ya le dimos los papeles y el informe.
Así que todo salió mejor de lo esperado. Ojalá le vaya bien—. Hizo una pausa. —Eres joven, guapa, los alumnos te quieren… Ya sabes a qué me refiero.
—No, no sé—, contestó desafiante, aunque adivinó los rumores. Era imposible no notar cómo la miraba Adrián.
—Los chicos a menudo se enamoran de sus profes, sobre todo si la diferencia de edad no es tanta. Adrián carecía de afecto, y en ti buscaba lo que no tenía en casa.
—No se preocupe, Manuel, lo entiendo—, respondió fría.
—Me alegro. Puedes irte.
Salió del despacho colorada como una colegiala. *Adrián es listo, solo tuvo mala suerte con sus padres. Y es bueno que pueda sentir. Sin amor, el corazón se endurece. Con el tiempo, lo superará. Y yo también.*
Al día siguiente, les dijo a los alumnos que Adrián se iría con su abuela a Zaragoza, que estaría bien. Prometió contarles noticias suyas.
La primera carta llegó tres semanas después, corta, con letra temblorosa.
Adrián escribió que todo iba bien, que la escuela estaba cerca, aunque aún no había ido. Que Zaragoza le gustaba, que su abuela era estricta pero no le pegaba. Que echaba de menos la clase… Al final, recordó que volvería.
Leticia respondió al instante. Le habló de los compañeros, del fin de curso. Que todos lo recordaban. Le recomendó leer a autoresY así, entre cartas y llamadas, el tiempo pasó hasta que un día, bajo el mismo sol primaveral que los había visto encontrarse años atrás, Leticia y Adrián supieron que el amor, cuando es verdadero, no entiende de edades ni de convenciones.