El rocío aún no se había evaporado de la hierba, la niebla se retiraba lentamente hacia la otra orilla del río, y el sol ya asomaba por el borde dentado del bosque.
Antonio estaba en el porche, admirando la belleza del amanecer mientras respiraba hondo el aire fresco. Detrás de él, se escucharon pasos descalzos. Una mujer en camisón, con un chal echado sobre los hombros, se acercó y se quedó a su lado.
—¡Qué bien se está aquí!— suspiró Antonio, llenando los pulmones. —Deberías volver adentro, vas a resfriarte— dijo con dulzura mientras le arreglaba el chal, que se había deslizado de su redondo y pálido hombro.
Ella se aferró a él de inmediato, abrazándole el brazo.
—No quiero irme de tu lado— murmuró Antonio con voz ronca de ternura.
—Pues no te vayas— su voz era seductora, como el canto de una sirena. «¿Y si me quedo? ¿Qué pasará después?» El pensamiento lo sacó de su ensueño.
Si fuera tan fácil, ya se habría quedado hace tiempo. Pero veintitrés años de matrimonio no se borran así como así, y luego estaban los niños… Lucía, prácticamente independiente, pasaba más noches en casa de su novio que en la suya, pronto se casaría. Y a Adrián, con solo catorce años, le faltaba mucho por crecer.
Un conductor siempre encuentra trabajo, pero aquí difícilmente ganaría lo mismo. Ahora despilfarraba dinero, comprándole regalos caros a Lola. Pero si su sueldo se redujera a la mitad, ¿seguiría queriéndolo igual? Buena pregunta.
—No empieces, Lola— se apartó Antonio, incómodo.
—¿Por qué no? Los niños ya son mayores, es hora de pensar en nosotros. Tú mismo has dicho que vives con tu mujer por costumbre— Lola se apartó, ofendida.
—Ay, si hubiera sabido antes que te encontraría…— Antonio respiró hondo. —No te enfades. Tengo que irme, ya me he demorado demasiado— quiso besarla, pero ella apartó el rostro. —Lola, debo marcharme si quiero llegar a casa antes del anochecer. Tengo carga y un contrato que cumplir.
—Siempre prometes. Vienes, me alteras, y luego corres con tu mujer. Estoy harta de esperar sola. Miguel lleva tiempo pidiéndome que me case con él.
—Pues hazlo— encogió los hombros.
Intentó añadir algo más, pero desistió. Bajó lentamente del porche, rodeó la casa y caminó por el huerto hacia la carretera comarcal que pasaba tras las viviendas, donde su camión le esperaba aparcado en la cuneta. Lo dejaba allí a propósito para no despertar al pueblo al partir temprano.
Subió a la cabina. Por lo general, Lola lo despedía con un beso. Pero hoy no lo siguió, claramente dolida. Antonio se acomodó, cerró la puerta y, antes de arrancar el motor, marcó el número de su esposa. Delante de Lola le daba vergüenza llamarla. Una voz automatizada le informó de que el teléfono estaba apagado. Tampoco había llamadas perdidas.
Guardó el móvil y puso en marcha el camión, escuchando el rugido constante del motor. El vehículo vibró, como despertando de un sueño, y comenzó a avanzar lentamente por el camino de tierra, balanceándose en los baches. Antonio tocó el claxon brevemente y aceleró.
La mujer en el porche se estremeció, siguiendo con la mirada el sonido del motor que se alejaba, y volvió a entrar en la casa.
En la radio, la suave voz de Alejandro Sanz cantaba: *«Corazón partío…»* Antonio tarareaba para sí, pensando en la mujer que dejaba atrás. Pero pronto sus pensamientos volvieron a casa: «¿Qué estará pasando? No consigo comunicarme desde hace dos días. Cuando llegue, arreglaré esto…»
Mientras tanto, Marta, la esposa de Antonio, despertaba de la anestesia en el hospital y lo recordaba todo de golpe…
***
Llevaban casados más de veinte años, veinticuatro para ser exactos. Su marido era camionero, ganaba bien, tenían una familia sólida, un piso amplio y dos hijos. Lucía ya era una mujer hecha y derecha, pronto se casaría y viviría por su cuenta; había terminado sus estudios de peluquería y trabajaba en una boutique. Adrián, de catorce, soñaba con ser marinero.
Y de repente, aquella llamada. Al principio, Marta pensó que era una broma o que se habían equivocado de número.
—Buenas tardes, Marta. ¿Esperando a tu marido? Se está demorando…— una voz melosa, empalagosa como la miel.
—¿Qué le ha pasado?— la interrumpió Marta, alarmada, imaginando un accidente. El trayecto era largo, cualquier cosa podía ocurrir en la carretera. Llevaba una carga valiosa, mucha responsabilidad.
—Ya verás. Está con su amante— susurró la voz.
—¿Quién eres?— gritó Marta en el auricular.
—Paciencia, sigue esperando…— una risa femenina resonó antes de que la llamada se cortara.
Marta apartó el teléfono de su oído y lo colgó. Pero aquella risa seguía sonándole en la cabeza. El pánico la invadió. Las imágenes se mezclaban: su marido en un accidente, su marido en brazos de otra. ¿Quién más podía saber que estaba de viaje? Solo esa mujer. ¿Cómo se atrevía a llamarla, a reírse de ella?
Marcó el número de Antonio y lo colgó al instante. ¿Y si iba al volante? ¿Qué le diría? No podía distraerlo. Esperaría a que volviera. Intentó ocuparse en labores domésticas, pero todo se le caía de las manos. Aquella risa burlona no la dejaba en paz.
Para colmo, ni Lucía ni Adrián estaban en casa. Lucía andaba con su novio por ahí, y Adrián había ido a casa de un amigo a celebrar su cumpleaños.
Necesitaba distraerse para no volverse loca. Marta se cambió, cogió el bolso y salió a la calle. Iría al supermercado a comprar mayonesa, cebollas y cerveza para Antonio. Le gustaba tomarse una o dos los fines de semana. Mañana no tendría tiempo, habría que preparar la cena. Antonio había prometido llegar para entonces. «¿Y si no regresa?»— la voz interna la atormentaba, pero Marta la ignoró.
Decidió ir caminando, para calmar los nervios. Pero el trayecto era largo, así que tomó un atajo por un callejón. A un lado había un muro de hormigón, al otro, una hilera de garajes apiñados. El lugar estaba desierto, y empezaba a anochecer, pero llegaría antes de que oscureciera por completo. Apuró el paso.
De pronto, alguien le arrancó el bolso de las manos. Marta perdió el equilibrio, casi cae al suelo. Al girarse, vio la espalda de un hombre corriendo. «No lo alcanzaré»— pensó, pero aun así corrió tras él. En el bolso estaba su dinero, tarjetas, llaves y teléfono, toda su vida.
—¡Alto!— gritó, pero el hombre dobló la esquina y desapareció. Ella siguió corriendo por inercia. De repente, su tacón tropezó con una piedra, el pie se torció y cayó de bruces contra el asfalto. Se golpeó la cadera y se raspó el codo. Intentó levantarse, pero un dolor agudo le recorrió la pierna hasta la espina dorsal. Las lágrimas brotaron de sus ojos. Se sentó y miró su tobillo: una hinchazón morMientras las lágrimas ardían en sus mejillas, Marta comprendió que la vida, como el camino de Antonio, seguía adelante, y que ella también tendría que hacerlo.