**Espérame**
Dimitri descendió del vagón y respiró hondo. En su ciudad natal hasta el aire sabía diferente. Había viajado por muchos países, pero siempre lo llamaba de vuelta este rincón de España.
Caminó por calles que conocía desde niño, notando cada mínimo cambio. Llegó al patio de su infancia, encerrado entre cuatro bloques de ladrillo de cinco plantas: dos largos, con cinco portales, y dos más cortos. El espacio era amplio, dividido en dos zonas: un parque infantil con un tobogán de colores, un arenero y unas barras metálicas. Antes había columpios y una cúpula de hierro que llamaban “la telaraña”. De una caída de ella, Dimitri conservaba una cicatriz sobre la ceja.
La otra mitad del patio albergaba un campo de fútbol cercado, con porterías y una canasta de baloncesto. En invierno, lo convertían en pista de hielo. A esa hora temprana, el lugar estaba vacío. De haber un balón, Dimitri lo habría lanzado hacia la portería, como solía hacer.
¡Qué tiempos aquellos! Sergio se había marchado a algún lugar de Rusia, casado, con dos hijos. Iván cumplía su segunda condena en prisión. La vida los había dispersado a los cuatro vientos.
Un hombre salió del portal con un perro, y Dimitri le gritó para que no cerrara la puerta. La bombilla del recibidor apenas iluminaba. Se quedó unos segundos, esperando a que sus ojos se acostumbraran a la penumbra. Por mucho que intentaran poner bombillas más potentes, alguien siempre las cambiaba por otras más débiles. Era una tradición absurda. Milagroso que nadie se rompiera las piernas en aquella escalera angosta y oscura.
Subió al segundo piso y se detuvo frente a la puerta de la derecha. Allí había vivido Valentina. No Vale, ni Valen, sino Valentina. Así le gustaba que la llamaran. Su primer amor, desesperado y no correspondido.
De niño, solía tocar el timbre y correr escaleras arriba, hasta su propio piso. Desde allí esperaba a que ella abriera. Se le pasó por la cabeza repetir la travesura, pero ya no tenía la agilidad de antes. Además, no era propio de un hombre adulto. Tampoco estaba seguro de si ella aún vivía allí.
Con una sonrisa irónica, siguió subiendo al tercero. Ahí estaba su puerta. Su madre siempre abría, incluso cuando su padre vivía. Él había muerto hacía dos años. Dimitri estaba en alta mar y no pudo asistir al funeral.
Apretó el timbre. El pestillo sonó y la puerta se entreabrió. Al verlo, su madre la abrió de par en par y se lanzó hacia él.
—¡Hijo! —Se abrazaron en el umbral. Ella se apartó—. Déjame mirarte. —Luego volvió a estrecharlo.
Cuando su padre vivía, ella teñía el pelo y lo arreglaba con esmero. Ahora una ancha franja gris cruzaba su raya.
—Soñé contigo anoche. Sabía que vendrías. ¿Por cuánto tiempo? Ay, ¿qué hacemos aquí en la puerta? Pasa, pasa. —Cerró la puerta y lo abrazó de nuevo.
Pasados los primeros momentos de alegría, Dimitri se quitó los zapatos y cogió sus zapatillas de casa, que siempre estaban allí esperándolo. Las chanclas de su padre ya no.
—Esto es para ti, mamá. —Le tendió una bolsa con regalos.
—Tú eres el mejor regalo. —Aun así, echó un vistazo dentro—. Voy a poner la tetera. ¿O prefieres comer algo? —Se puso a mover cosas en la cocina, preparando la mesa.
—Qué cabeza la mía. Se me olvidó comprar pan. Voy ahora mismo… —Se detuvo en medio de la cocina, parpadeando con impotencia—. Las tiendas aún están cerradas.
—No pasa nada. Yo iré más tarde. Siéntate. —Dimitri la calmó.
La cocina le pareció diminuta. La cabina del barco era más grande. ¿Cómo hacía su madre para mantener todo en orden?
—¿Cómo estás? —Le acarició la mano, curtida por el trabajo.
—Poco a poco. ¿Y tú? ¿Sigues soltero? —Sus ojos se entristecieron.
—No todas están dispuestas a esperar a un marinero medio año.
Después del desayuno, su madre se puso a preparar su puchero favorito, y Dimitri salió a comprar pan. Bajando las escaleras, se detuvo un instante frente a la puerta de Valentina.
Fue días más tarde cuando finalmente tocó el timbre. El pestillo sonó, y la puerta se abrió un poco. Dimitri la vio. Su corazón dio un brinco dentro del pecho, como queriendo salir a recibirla. Ella apenas había cambiado, algo más llena, pero le sentaba bien.
—¿Buscas a alguien? —preguntó Valentina, recorriéndolo con la mirada.
—Disculpe. —Dimitri dio un paso atrás hacia la escalera.
—¿Dimitri? ¿Eres tú? —Su voz lo detuvo.
*¡Me ha reconocido!*, latió su corazón de alegría.
***
—¡Perdiste el gol! Por tu culpa hemos perdido —gritó Sergio, congestionado, la voz quebrada.
—¿Y qué? Ya remontaremos —intentó calmarle Dimitri, culpable.
—Sí, claro. —Sergio se alejó—. Si no sabes jugar, no juegues.
—¿Yo no sé? Tú dejaste que Leni se acercara a la portería. ¡Espera, Sergi! —Lo alcanzó y lo agarró del brazo.
—¡Suéltame! —Sergio se liberó y lo empujó.
—¡Tú suéltame! —Dimitri también lo empujó.
Forcejearon unos segundos hasta caer al suelo, revolcándose y golpeándose.
—¡Basta ya! —Una voz femenina los cortó en seco.
Los chicos se separaron y miraron a la chica. Resoplando, se levantaron. Sergio se sacudió la ropa y se fue. Dimitri se quedó mirándola a ella. Luego la siguió. Antes de entrar, ella se volvió.
—¿Por qué me sigues?
—No te sigo, voy a casa.
—¿O sea que vivimos en el mismo portal? Vaya pintas que llevas. Te has roto la camiseta.
—¿Dónde? —Dimitri levantó el borde de la prenda.
—Bueno, sube y te la coso.
Entraron en su piso.
—Aquí vivía una señora mayor. ¿Eres su nieta? —preguntó Dimitri.
—¿Nieta tú? Se murió. Ahora vivo yo. Quítate los zapatos y la camiseta.
Dimitri obedeció, quedándose en vaqueros. Menos mal que solo había roto lo de arriba.
Ella lo miró con interés.
—¿Cuántos años tienes, futbolista?
—Catorce —respondió ronco.
—Para tu edad, eres fuerte. Serás un hombre guapo.
Dimitri enrojeció.
—No te quedes ahí. Ve al baño.
Mientras se lavaba las manos, miró el albornoz rosa colgado en la puerta. Lo tocó, suave como la seda.
Ella cosía su camiseta junto a la ventana. Al notar su mirada, levantó la vista.
—¿Qué haces ahí? Pon la tetera.
Dimitri obedeció. La cocina era tan pequeña como la suya.
—Póntela —dijo ella al entrar con la camiseta arreglada.
—Gracias. ¿Vives sola?
—¿Quieres robarme? Pon las tazas, listillo.
Regresó con una caja de bombones.
—Siéntate, no te quedes tieso.
ÉDimitri miró el mar desde la cubierta del barco, sabiendo que, en algún lugar entre las olas y el horizonte, Valentina seguía esperándolo, como él siempre había soñado.