Espera por mí
Diego salió del vagón y respiró hondo. En su ciudad natal, hasta el aire sabía diferente. Y eso que había pisado muchas ciudades y países, pero siempre le arrastraba de vuelta.
Caminó por calles que conocía desde niño, notando cada pequeño cambio. Allí estaba su patio, rodeado por cuatro bloques de ladrillo: dos largos, con cinco portales, y dos cortos, con solo dos entradas. El patio era espacioso, dividido en dos zonas: un parque infantil con un tobogán de colores, un arenero y unas barras metálicas. Antes había columpios y una cúpula de hierro llamada “la telaraña”. De una caída de ahí le quedó una cicatriz sobre la ceja.
La otra mitad del patio la ocupaba un campo de fútbol vallado, con porterías y una canasta. En invierno lo convertían en pista de hielo. A esa hora temprana el lugar estaba vacío. De haber habido un balón, Diego lo habría lanzado a la portería, como solía hacer.
Qué tiempos aquellos. Sergio se había ido a algún lugar de Galicia, se casó, tenía dos hijos. Y Juan cumplía su segunda condena en prisión. La vida los había separado.
Un hombre salió del portal con un perro, y Diego le gritó para que no cerrara la puerta. La bombilla del rellano apenas iluminaba. Era curioso: por más que intentaban poner luces más potentes, alguien siempre las cambiaba por otras más tenues. Nunca entendió cómo nadie se había roto una pierna en esas escaleras oscuras.
Subió al segundo piso y se detuvo ante la puerta de la derecha. Allí vivía Valentina. No Vale ni Valen, sino Valentina. Así le gustaba que la llamaran. Su primer amor, tan intenso como no correspondido.
Antes solía tocar el timbre y correr escaleras arriba hasta su propio piso, esperando a que ella abriera. Se le pasó por la cabeza hacer lo mismo, pero ya no trepaba escaleras con la misma agilidad. Además, no era cosa de hombres hechos y derechos. Y, por si fuera poco, no estaba seguro de que ella siguiera viviendo ahí.
Con una sonrisa irónica, siguió subiendo. Allí estaba su puerta. Siempre la abría su madre, incluso cuando su padre vivía. Él había muerto dos años atrás. Diego estaba navegando y no pudo llegar al funeral.
Pulsó el timbre. El pestillo sonó y la puerta se entreabrió. Al verlo, su madre la abrió de par en par y se lanzó a abrazarle.
—¡Hijo mío! —Se fundieron en un abrazo en el umbral. Ella se separó un momento—. Déjame mirarte. —Y volvió a estrecharle.
Antes, cuando su padre vivía, ella teñía el pelo y lo arreglaba con esmero. Ahora, una amplia franja de canas cruzaba su raya.
—Soñé contigo anoche. Sabía que vendrías. ¿Para mucho tiempo? Ay, pero qué hago dejándote aquí… Pasa, pasa. —Cerró la puerta y volvió a abrazarle.
Tras los primeros momentos de alegría, Diego se quitó los zapatos y tomó sus zapatillas de la repisa. Siempre estaban ahí, esperándole. Las de su padre, en cambio, su madre las había guardado.
—Esto es para ti, mamá. —Le tendió una bolsa con regalos.
—Eres el mejor regalo para mí —dijo ella, aunque no pudo evitar echar un vistazo—. Voy a poner la tetera. ¿O prefieres comer algo? —Se puso a mover cosas en la cocina, preparando la mesa.
—Qué cabeza la mía. Se me olvidó comprar pan. Voy ahora mismo… —Se detuvo en mitad de la cocina, parpadeando con impotencia—. Las tiendas aún están cerradas.
—No importa. Luego voy yo. Siéntate —la tranquilizó Diego.
La cocina le pareció diminuta. Hasta su camarote en el barco era más grande. ¿Cómo hacía su madre para mantener todo en orden?
—¿Cómo estás? —Le acarició la mano, curtida por el trabajo.
—Poco a poco. ¿Y tú? ¿Sigues soltero? —Sus ojos se entristecieron.
—No todas están dispuestas a esperar medio año a un marinero.
Después del desayuno, su madre se puso a preparar su puchero favorito, y Diego salió a comprar pan. Al bajar las escaleras, se detuvo un instante frente a la puerta de Valentina.
Fue unos días después cuando, por fin, pulsó el timbre. El cerrojo sonó y la puerta se abrió. Al verla, el corazón le dio un vuelco, como si quisiera salírsele del pecho. Ella apenas había cambiado; algo más llena, pero le sentaba bien.
—¿Buscas a alguien? —preguntó Valentina, recorriéndole con la mirada.
—Perdona —dijo él, retrocediendo hacia la escalera.
—¿Diego? ¿Eres tú? —Su voz le detuvo.
«¡Me ha reconocido!», saltó de alegría su corazón.
***
—¡Has fallado el gol! Por tu culpa perdimos —gritaba Sergio, congestionado, la voz quebradiza.
—¿Y qué? Ya remontaremos —intentó calmarlo Diego, sintiéndose culpable.
—Sí, claro —espetó Sergio, alejándose—. Si no sabes jugar, no te metas.
—¿Yo no sé? ¡Tú dejaste que Lencho se acercara a portería! —Diego le agarró del brazo—. ¡Espera!
—¡Suéltame! —Sergio se zafó y le empujó.
—¡Tú suéltame a mí! —replicó Diego, devolviéndole el empujón.
Se enzarzaron, rodando por el césped.
—¡Basta ya! —una voz femenina resonó sobre ellos.
Dejaron de forcejear y miraron a la chica que los observaba. Sergio se levantó, se sacudió la ropa y se marchó. Diego se quedó mirándola, luego la siguió. Al llegar al portal, ella se volvió.
—¿Por qué me sigues?
—No te sigo, vivo aquí.
—¿Así que somos vecinos? Vaya pintas que tienes. La camisa rota.
—¿Dónde? —se palpó el vientre.
—Bueno, ven a casa, te la coso.
Subieron al segundo piso. Ella abrió la puerta.
—¿No vivía aquí una señora mayor? ¿Eres su nieta? —preguntó él.
—Qué va. Murió. Ahora vivo yo. Quítate los zapatos y la camisa —ordenó.
Diego se quedó en vaqueros. Menos mal que se había roto la camisa y no los pantalones.
Ella le miró con interés.
—¿Cuántos años tienes, futbolista?
—Catorce —respondió ronco.
—Para tu edad estás bien desarrollado. Serás un hombre guapo.
Se ruborizó ante el halago.
—No te quedes ahí. Ve al baño.
Mientras se lavaba las manos, vio un albornoz rosa colgado tras la puerta. Lo acarició, sintiendo su textura sedosa.
Ella cosía sentada junto a la ventana. Al notar su mirada, se volvió.
—¿En pie? Pon la tetera.
Él obedeció. La cocina era tan pequeña como la suya. Encontró el mechero y encendió el fogón.
—Póntela —ella entró con la camisa remendada.
—Gracias. ¿Vives sola?
—¿Qué, quieres robarme? Pon las tazas, listillo.
Regresó con una caja de bombones.
—Siéntate, no seas estatua.
Él se sentó, incómodo. Al beber, el té estaba tan caliente que se quemó. Ella no se rio. Le tomó la mano yElla sopló suavemente sobre su piel enrojecida, y en ese instante, Diego supo que, después de todos esos años, el amor verdadero siempre encuentra el camino de vuelta a casa.