Espera por mí

**Espera por mí**

Ayer bajé del tren en la estación de Atocha y respiré hondo. El aire de Madrid sabe diferente, como ningún otro en el mundo. Y eso que he viajado mucho: Lisboa, Barcelona, Roma… pero siempre me arrastra de vuelta esta ciudad.

Caminé por las calles que conocía de memoria, notando cada pequeño cambio. Ahí estaba mi barrio, rodeado por esos bloques de ladrillo rojo, cuatro edificios altos con sus balcones llenos de macetas. El patio de siempre, dividido en dos: la zona infantil con sus columpios, el tobogán desgastado y un arenero donde jugábamos de niños. Antes había más cosas—una estructura metálica que llamábamos “la telaraña”—y aún llevo la cicatriz en la ceja por una caída de ahí.

La otra mitad del patio era la cancha de fútbol, con sus porterías oxidadas y una canasta de baloncesto que nadie usaba. En invierno, la cubrían de agua para patinar. A esas horas, el lugar estaba vacío. Si hubiera un balón, habría lanzado un disparo a portería, como solía hacer.

Qué tiempos… Sergi se mudó a Galicia, se casó, tiene dos niños. Y Juan lleva ya dos condenas en la cárcel. La vida nos ha dispersado.

Un vecino salió del portal con su perro, y le grité que no cerrara. Dentro, la bombilla del rellano apenas iluminaba. Por más que la cambiábamos, alguien siempre ponía una más débil. Cómo no se ha matado nadie en esas escaleras estrechas y oscuras, no lo sé.

Subí al segundo piso y me detuve frente a la puerta de la derecha. Allí vivía Valentina. No Vale, ni Tina—Valentina. Así le gustaba que la llamaran. Mi primer amor, desesperado y no correspondido.

De adolescente, solía tocar el timbre y salir corriendo, escondiéndome en el tercero para verla abrir la puerta. Hoy no lo hice. Ya no corro como antes, y a un hombre maduro no le queda bien esa clase de tonterías. Además, no estaba seguro de si seguía viviendo ahí.

Sonreí y continué subiendo. Ahí estaba, la puerta de casa. Mi madre siempre abría, incluso cuando mi padre vivía. Él murió hace dos años. Yo estaba en alta mar y no pude llegar a tiempo para el entierro.

Toqué el timbre. El pestillo sonó y la puerta se abrió. Al verme, mi madre la abrió de par en par y me abrazó con fuerza.

—¡Hijo mío! —Se apartó unos segundos— Déjame mirarte. —Y volvió a abrazarme.

Antes, cuando papá vivía, se teñía el pelo. Ahora llevaba una raya plateada en la frente.

—Soñé contigo anoche. Sabía que vendrías. ¿Te quedas mucho? Ay, qué hacemos en la entrada… Pasa, pasa. —Cerró la puerta y me estrechó de nuevo.

Me quité los zapatos y cogí mis zapatillas de estar por casa, que seguían allí, esperándome. Las de mi padre ya no estaban.

—Para ti, mamá. —Le entregué una bolsa con regalos.

—El mejor regalo eres tú —dijo, aunque echó un vistazo dentro—. Voy a poner el hervidor. ¿O prefieres comer algo? —Se puso a mover cosas en la cocina.

—¡Qué cabeza la mía! Se me olvidó comprar pan. Voy ahora mismo… —Se detuvo, mirando el reloj—. Las tiendas aún no abren.

—No importa, luego voy yo. Siéntate.

La cocina me pareció más pequeña que nunca. Hasta el camarote del barco es más grande. ¿Cómo hacía mi madre para mantener todo en orden?

—¿Cómo estás? —Le acaricié la mano, curtida de tanto trabajar.

—Poco a poco. Y tú, ¿sigues soltero? —Sus ojos se entristecieron.

—No todas están dispuestas a esperar a un marinero medio año.

Después del desayuno, ella empezó a hacer mi sopa favorita, y yo salí a comprar pan. Bajando las escaleras, me detuve un momento frente a la puerta de Valentina.

Y unos días después, finalmente toqué el timbre. El cerrojo sonó, y la puerta se entornó. La vi. El corazón pareció querer salírsele del pecho para alcanzarla. Casi no había cambiado—más llena, pero le sentaba bien.

—¿Sí? —preguntó, escrutándome.

—Disculpe —retrocedí hacia las escaleras.

—¿Dimitri? ¿Eres tú? —Su voz me detuvo.

*¡Me reconoció!* El corazón saltó dentro de mí…

***

—¡Has dejado pasar el gol! Por tu culpa hemos perdido —chilló Sergi, rojo de furia.

—Ya remontaremos —intenté calmarlo, sintiéndome culpable.

—¡Sí, claro! —Se alejó—. Si no sabes jugar, no metas la pata.

—¿Yo? ¡Tú dejaste que Leni se acercara a la portería! ¡Espera! —Lo alcancé, agarrándole del brazo.

—¡Suéltame! —Se zafó y me empujó.

—¡Tú a mí no!

Nos enzarzamos unos segundos hasta que nos tiramos al suelo, rodando por la hierba.

—¡Basta ya! —Una voz femenina nos cortó en seco.

Nos separamos y miramos a la chica. Sergi se levantó, sacudió la ropa y se marchó. Yo me quedé mirándola. Luego la seguí. Antes de entrar a su portal, se dio la vuelta.

—¿Por qué me sigues?

—No te sigo, vivo aquí.

—¿En serio? ¿En mi mismo portal? Vaya pinta llevas… Te has roto la camiseta.

—¿Dónde? —me palpé el estómago.

—Bueno, sube, que te la coso.

Entramos en su piso.

—Aquí vivía una señora mayor. ¿Eres su nieta? —pregunté.

—Qué va. Se murió. Ahora vivo yo. Quítate los zapatos y la camiseta.

Me quedé en vaqueros. Menos mal que no me había roto los pantalones.

Ella me miró, evaluándome.

—¿Cuántos años tienes, futbolista?

—Catorce —contesté, ronco.

—Estás muy desarrollado para tu edad. Serás un hombre guapo.

Me ruboricé.

—No te quedes ahí, ve al baño.

Mientras lavaba mis manos, vi un albornoz rosa colgado detrás de la puerta. Pasé los dedos por la tela suave.

Ella estaba sentada junto a la ventana, cosiendo. Al sentir mi mirada, volvió la cabeza.

—¿Qué haces ahí? Pon la tetera.

Obedecí. La cocina era tan pequeña como la nuestra.

—Póntela —dijo al entrar, tendiéndome la camiseta.

—Gracias. ¿Vives sola?

—¿Qué, quieres robarme? Pon las tazas.

Volvió con una caja de bombones.

—Siéntate, no estés ahí plantado.

Me servió el té. Yo no me atrevía a mirarla. Bebí un sorbo y, al quemarme, casi tiro la taza. Ella no se rio. Cogió mi mano y sopló. Sentí una descarga por toda la espalda. Me levanté de un salto.

—Me voy… Es tarde. —Salí corriendo.

—¿Por qué jadeas así? ¿Te ha perseguido alguien? —preguntó mi madre al verme.

—Estábamos jugando al fútbol.

—Lávate, que vamos a comer.

Desde entonces, la veía a menudo en el patio. Y cada vez que la miraba, me quedaba paralizado.

—Eh, despierta. ¿Qué, te has enamorado? —se burló**Espera por mí**

Ayer bajé del tren en la estación de Atocha y respiré hondo. El aire de Madrid sabe diferente, como ningún otro en el mundo. Y eso que he viajado mucho: Lisboa, Barcelona, Roma… pero siempre me arrastra de vuelta esta ciudad.

Caminé por las calles que conocía de memoria, notando cada pequeño cambio. Ahí estaba mi barrio, rodeado por esos bloques de ladrillo rojo, cuatro edificios altos con sus balcones llenos de macetas. El patio de siempre, dividido en dos: la zona infantil con sus columpios, el tobogán desgastado y un arenero donde jugábamos de niños. Antes había más cosas—una estructura metálica que llamábamos “la telaraña”—y aún llevo la cicatriz en la ceja por una caída de ahí.

La otra mitad del patio era la cancha de fútbol, con sus porterías oxidadas y una canasta de baloncesto que nadie usaba. En invierno, la cubrían de agua para patinar. A esas horas, el lugar estaba vacío. Si hubiera un balón, habría lanzado un disparo a portería, como solía hacer.

Qué tiempos… Sergi se mudó a Galicia, se casó, tiene dos niños. Y Juan lleva ya dos condenas en la cárcel. La vida nos ha dispersado.

Un vecino salió del portal con su perro, y le grité que no cerrara. Dentro, la bombilla del rellano apenas iluminaba. Por más que la cambiábamos, alguien siempre ponía una más débil. Cómo no se ha matado nadie en esas escaleras estrechas y oscuras, no lo sé.

Subí al segundo piso y me detuve frente a la puerta de la derecha. Allí vivía Valentina. No Vale, ni Tina—Valentina. Así le gustaba que la llamaran. Mi primer amor, desesperado y no correspondido.

De adolescente, solía tocar el timbre y salir corriendo, escondiéndome en el tercero para verla abrir la puerta. Hoy no lo hice. Ya no corro como antes, y a un hombre maduro no le queda bien esa clase de tonterías. Además, no estaba seguro de si seguía viviendo ahí.

Sonreí y continué subiendo. Ahí estaba, la puerta de casa. Mi madre siempre abría, incluso cuando mi padre vivía. Él murió hace dos años. Yo estaba en alta mar y no pude llegar a tiempo para el entierro.

Toqué el timbre. El pestillo sonó y la puerta se abrió. Al verme, mi madre la abrió de par en par y me abrazó con fuerza.

—¡Hijo mío! —Se apartó unos segundos— Déjame mirarte. —Y volvió a abrazarme.

Antes, cuando papá vivía, se teñía el pelo. Ahora llevaba una raya plateada en la frente.

—Soñé contigo anoche. Sabía que vendrías. ¿Te quedas mucho? Ay, qué hacemos en la entrada… Pasa, pasa. —Cerró la puerta y me estrechó de nuevo.

Me quité los zapatos y cogí mis zapatillas de estar por casa, que seguían allí, esperándome. Las de mi padre ya no estaban.

—Para ti, mamá. —Le entregué una bolsa con regalos.

—El mejor regalo eres tú —dijo, aunque echó un vistazo dentro—. Voy a poner el hervidor. ¿O prefieres comer algo? —Se puso a mover cosas en la cocina.

—¡Qué cabeza la mía! Se me olvidó comprar pan. Voy ahora mismo… —Se detuvo, mirando el reloj—. Las tiendas aún no abren.

—No importa, luego voy yo. Siéntate.

La cocina me pareció más pequeña que nunca. Hasta el camarote del barco es más grande. ¿Cómo hacía mi madre para mantener todo en orden?

—¿Cómo estás? —Le acaricié la mano, curtida de tanto trabajar.

—Poco a poco. Y tú, ¿sigues soltero? —Sus ojos se entristecieron.

—No todas están dispuestas a esperar a un marinero medio año.

Después del desayuno, ella empezó a hacer mi sopa favorita, y yo salí a comprar pan. Bajando las escaleras, me detuve un momento frente a la puerta de Valentina.

Y unos días después, finalmente toqué el timbre. El cerrojo sonó, y la puerta se entornó. La vi. El corazón pareció querer salírsele del pecho para alcanzarla. Casi no había cambiado—más llena, pero le sentaba bien.

—¿Sí? —preguntó, escrutándome.

—Disculpe —retrocedí hacia las escaleras.

—¿Dimitri? ¿Eres tú? —Su voz me detuvo.

*¡Me reconoció!* El corazón saltó dentro de mí…

***

—¡Has dejado pasar el gol! Por tu culpa hemos perdido —chilló Sergi, rojo de furia.

—Ya remontaremos —intenté calmarlo, sintiéndome culpable.

—¡Sí, claro! —Se alejó—. Si no sabes jugar, no metas la pata.

—¿Yo? ¡Tú dejaste que Leni se acercara a la portería! ¡Espera! —Lo alcancé, agarrándole del brazo.

—¡Suéltame! —Se zafó y me empujó.

—¡Tú a mí no!

Nos enzarzamos unos segundos hasta que nos tiramos al suelo, rodando por la hierba.

—¡Basta ya! —Una voz femenina nos cortó en seco.

Nos separamos y miramos a la chica. Sergi se levantó, sacudió la ropa y se marchó. Yo me quedé mirándola. Luego la seguí. Antes de entrar a su portal, se dio la vuelta.

—¿Por qué me sigues?

—No te sigo, vivo aquí.

—¿En serio? ¿En mi mismo portal? Vaya pinta llevas… Te has roto la camiseta.

—¿Dónde? —me palpé el estómago.

—Bueno, sube, que te la coso.

Entramos en su piso.

—Aquí vivía una señora mayor. ¿Eres su nieta? —pregunté.

—Qué va. Se murió. Ahora vivo yo. Quítate los zapatos y la camiseta.

Me quedé en vaqueros. Menos mal que no me había roto los pantalones.

Ella me miró, evaluándome.

—¿Cuántos años tienes, futbolista?

—Catorce —contesté, ronco.

—Estás muy desarrollado para tu edad. Serás un hombre guapo.

Me ruboricé.

—No te quedes ahí, ve al baño.

Mientras lavaba mis manos, vi un albornoz rosa colgado detrás de la puerta. Pasé los dedos por la tela suave.

Ella estaba sentada junto a la ventana, cosiendo. Al sentir mi mirada, volvió la cabeza.

—¿Qué haces ahí? Pon la tetera.

Obedecí. La cocina era tan pequeña como la nuestra.

—Póntela —dijo al entrar, tendiéndome la camiseta.

—Gracias. ¿Vives sola?

—¿Qué, quieres robarme? Pon las tazas.

Volvió con una caja de bombones.

—Siéntate, no estés ahí plantado.

Me servió el té. Yo no me atrevía a mirarla. Bebí un sorbo y, al quemarme, casi tiro la taza. Ella no se rio. Cogió mi mano y sopló. Sentí una descarga por toda la espalda. Me levanté de un salto.

—Me voy… Es tarde. —Salí corriendo.

—¿Por qué jadeas así? ¿Te ha perseguido alguien? —preguntó mi madre al verme.

—Estábamos jugando al fútbol.

—Lávate, que vamos a comer.

Desde entonces, la veía a menudo en el patio. Y cada vez que la miraba, me quedaba paralizado.

—Eh, despierta. ¿Qué, te has enamorado? —se burlóY años después, cuando por fin volví del mar para quedarme, encontré su puerta abierta y su risa sonando igual que aquel día en el patio, como si el tiempo no hubiera pasado.

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Espera por mí