El rocío aún no se había evaporado de la hierba, la niebla retrocedía lentamente hacia la otra orilla del río, y el sol ya asomaba por el borde dentado del bosque.
Federico estaba en el porche, admirando la belleza del amanecer mientras respiraba hondo el aire fresco. Detrás de él se escucharon pasos descalzos. Una mujer, envuelta en un camisón y un chal sobre los hombros, se acercó y se quedó a su lado.
—¡Qué bien está esto! —exclamó Federico, llenando los pulmones—. Vete adentro, que te vas a resfriar —dijo cariñoso mientras le ajustaba el chal, que se había deslizado de su hombro redondo y pálido.
La mujer se aferró a él, abrazándole el brazo.
—No me apetece irme de tu lado —susurró Federico, con la voz ronca de ternura.
—Pues no te vayas —respondió ella, con un vozarrón que atraía, que seducía como el canto de una sirena. *”Si me quedo, ¿y luego qué?”* El pensamiento lo despertó de golpe.
Si fuera tan fácil, ya lo habría hecho hace tiempo. Pero veintitrés años de matrimonio no se borran así como así, y los niños… Lucía ya era casi independiente, pasaba más noches en casa de su novio que en la suya, y pronto se casaría. Y Antonio, con solo catorce años, estaba en la edad más difícil.
Un conductor siempre encuentra trabajo, pero aquí difícilmente ganaría lo mismo. Ahora gastaba a manos llenas, regalándole cosas caras a Marina. Pero si llegara a ganar la mitad, ¿le querría igual? Era una pregunta sin respuesta.
—No empieces, Marina —se defendió Federico, alejándose un paso.
—¿Por qué no? Los niños ya son mayores, es hora de pensar en nosotros. Tú mismo dijiste que con tu mujer solo quedaba la costumbre. —Marina se apartó, ofendida.
—Ay, si hubiera sabido antes que te encontraría… —Federico suspiró hondo—. No te enfades. Tengo que irme, ya me he demorado demasiado. —Quiso besarla, pero ella apartó el rostro—. Marina, debo marcharme si quiero llegar a casa antes del anochecer. Tengo carga, un contrato que cumplir.
—Solo promesas. Vienes, me desestabilizas y luego corres con tu esposa. Estoy harta de esperar. Miguel lleva meses insistiendo en que nos casemos.
—Pues vete con él —replicó Federico, encogiéndose de hombros.
Quiso añadir algo más, pero desistió. Bajó lentamente del porche, doblando la esquina de la casa, y cruzó el huerto hacia la carretera comarcal que pasaba tras las viviendas, donde su camión lo esperaba aparcado en el arcén. Lo dejaba allí a propósito para no despertar al pueblo al amanecer.
Subió a la cabina. Normalmente, Marina lo acompañaba hasta el vehículo y lo despedía con un beso. Pero hoy no lo siguió. Claramente, estaba dolida. Federico se acomodó, cerró la puerta y, antes de arrancar el motor, marcó el número de su esposa. Delante de Marina, le daba vergüenza llamarla. Una voz fría le informó de que el teléfono estaba apagado. Ni siquiera había llamadas perdidas.
Guardó el móvil, arrancó el motor y escuchó su rugido potente y constante. El camión tembló, sacudiéndose el letargo, y comenzó a avanzar lentamente, balanceándose sobre los baches del camino. Federico dio un toque de claxon, pisó el acelerador y se marchó.
La mujer en el porche se estremeció, escuchando cómo el sonido del motor se alejaba, y entró en la casa.
Por la radio, la voz aterciopelada de Julio Iglesias cantaba: *”Mi amor, mi amor, mi amor, ángel de mi corazón…”* Federico tarareaba para sí, pensando en la mujer que dejaba atrás. Pero pronto su mente saltó a casa: *”¿Qué pasa allí? Llevo dos días sin poder llamar. Cuando llegue, habrá que aclarar esto…”*
Mientras tanto, Paula, la esposa de Federico, despertó de la anestesia en el hospital y lo recordó todo al instante…
***
Llevaban más de veinte años juntos, veinticuatro para ser exactos. Su marido era camionero, ganaba bien, tenían una familia sólida, un piso amplio, dos hijos. Lucía ya era una adulta, pronto se casaría y viviría por su cuenta. Había terminado sus estudios y trabajaba como peluquera. Antonio tenía catorce años y soñaba con ser marinero.
Y de repente, aquella llamada. Al principio, Paula pensó que era una broma o un error.
—Hola, Paula. ¿Esperando a tu marido? Pues se retrasa… —la voz era melosa, pegajosa como la miel.
—¿Qué le ha pasado? —lo interrumpió Paula, imaginando un accidente. El viaje era largo, cualquier cosa podía ocurrir en la carretera. Llevaba una carga valiosa, mucha responsabilidad.
—Ya verás. Está con su amante —susurró la voz, burlona.
—¿Quién es? —gritó Paula en el teléfono.
—Paciencia, paciencia… —estalló una risa femenina antes de cortar.
Paula apartó el móvil de su oído y terminó la llamada. Pero la risa seguía resonando en su cabeza. La invadió el pánico. Su mente se nubló, alternando imágenes de un accidente con la de otra mujer en brazos de su marido. ¿Quién más podía saber su número, que Federico estaba de viaje? Solo su amante. ¿Cómo se atrevía a llamarla, a reírse de ella?
Marcó el número de su marido y lo colgó al instante. ¿Y si estaba al volante? ¿Qué le diría? No podía distraerlo. Cuando volviera, hablarían. Intentó distraerse, ocuparse de las tareas domésticas, pero todo se le caía de las manos. La voz burlona y la risa seguían martilleándole los oídos.
Para colmo, ni Lucía ni Antonio estaban en casa. Lucía estaba con su novio, y Antonio había pedido permiso para ir al cumpleaños de un compañero el día anterior.
Necesitaba distraerse o enloquecería. Paula se cambió, cogió el bolso y salió a la calle. Iba al supermercado a comprar mayonesa, cebollas y cerveza para Federico. Los fines de semana le gustaba tomarse una o dos. Mañana no tendría tiempo de comprar, había que preparar la cena. Federico había prometido volver al anochecer. *”¿Y si no vuelve?”*, preguntó una voz interna, pero Paula la ahogó.
Decidió ir andando al supermercado para calmar los nervios. Pero el camino era largo, así que torció por un callejón. A un lado había una pared de hormigón; al otro, una hilera de garajes apretujados. El lugar estaba desierto, y ya anochecía, pero el trayecto era más corto. Llegaría antes de que oscureciera por completo. Aceleró el paso.
De repente, alguien le arrancó el bolso de las manos. Por el impulso, Paula se tambaleó hacia atrás, casi cayendo. Al girarse, vio la espalda de un hombre que huía. *”No lo alcanzaré”*, pensó, pero corrió tras él. En el bolso iba su dinero, tarjetas, las llaves de casa y el móvil: toda su vida.
—¡Para! —gritó, pero el hombre dobló la esquina y desapareció. Paula siguió corriendo por inercia, hasta que su tacón pisó una piedra, su pie se torció y cayó de bruces contra el asfalto. Se golpeó dolorosamente la cadera y se raspó el codo. Intentó levantarse, pero un dolor agudo le atraFinalmente, cuando las lágrimas cesaron, Paula comprendió que a veces la vida derrumba todo para que nazca algo nuevo, como el sol que rompe tras la tormenta.