Espejo de ilusiones

**Espejismo**

Durante la cena, el padre lanzaba miradas de descontento a su hijo. Pablo se dio cuenta: su madre le había contado que, tras terminar el instituto, quería estudiar en la Universidad Complutense de Madrid.

El padre apartó bruscamente el plato vacío y lo miró fijamente. “Aquí viene el discurso”, pensó Pablo. Quería desaparecer bajo el suelo o volverse invisible. Bajo la mirada furiosa de su padre, los espaguetis se le atragantaban, incapaz de tragarlos o escupirlos.

Su madre lo salvó. Distrajo al padre, sirviéndole una taza de té y acercando un platillo con pastas y dulces.

—Gracias, mamá, ya estoy lleno. Tomaré el té luego —dijo Pablo, levantándose de la mesa.

—¡Siéntate! —le espetó el padre.
Pablo sabía que era mejor no discutir, así que obedeció.

—Tengo deberes… —intentó excusarse.

—Ya los harás. Tu madre me dijo que quieres irte a Madrid. ¿Aquí no tienes todo? Te criamos pensando que nos ayudarías en la vejez, y tú quieres escaparte.

—No me escapo… —murmuró Pablo.

—Venga ya. ¿Qué tiene esa ciudad que no haya aquí?

—Hay más oportunidades para hacer carrera. Quiero ser arquitecto, y aquí no hay esa facultad —Pablo también alzó la voz.

—José, déjalo ir. Sus profesores lo elogian —intervino la madre, poniendo una mano tranquilizadora en el hombro del padre.

—No tenemos dinero para pagar tus estudios. Allá todo es caro, aquí es gratis. ¿Ves la diferencia? —replicó el padre, irritado.

—Entraré en una beca —insistió Pablo—. Me iré igual.

—José, cálmate, no se va mañana. Aún faltan los exámenes. Ve, hijo, haz tus tareas —la madre le hizo un gesto hacia la puerta. Pablo no necesitó que se lo repitieran y salió rápidamente de la cocina.

—¡Basta de consentirlo! Lo criamos para que nos dé disgustos. En la vejez, nadie nos traerá ni un vaso de agua…
Pablo se quedó quieto junto a la puerta de su habitación, escuchando con la mano en el pomo.

—Tranquilo. No hables de vejez aún. Madrid está cerca, solo dos horas y media en cercanías. Vendrá a visitarnos…

El padre refunfuñó algo incomprensible.

—Tómate el té, que se enfría. ¿Azúcar? —preguntó la madre.

—¡Por Dios, como si fuera un niño! Ya lo haré yo… —respondió el padre, molesto.

Parecía que la tormenta había pasado. Pablo se encerró en su cuarto. Su corazón cantaba de alegría. Finales de marzo, aún quedaban dos meses de clases, los exámenes… pero nada de eso importaba. Lo importante era que iría a Madrid, le esperaba una vida emocionante, cientos de oportunidades. Él lo lograría todo…

Tras la graduación, Pablo y su madre viajaron a la capital para entregar los documentos. La prima de su madre, una mujer solitaria y de carácter áspero, los recibió con frialdad. Se quejó de que todos querían mudarse a Madrid, como si la ciudad no tuviera límites…

—Bueno, que se quede. Así tendré compañía. Pero tengo la presión alta, duermo mal. No llegues tarde, no traigas a nadie. Prepararé el desayuno y compartiré la cena, pero al mediodía come donde quieras —explicó la prima, marcando las reglas.
La madre solo asentía.

—¿Cuánto cobrarás por el alojamiento? —preguntó con cautela, esperando que la prima se ofendiera o se negara. ¿Acaso se cobra entre familia? Pero no fue así.

—Ya sabes, esto es Madrid, no vuestro pueblo… —la prima torció el gesto—. La vida aquí es cara. Así que, sin resentimientos… —y mencionó una cifra desorbitada para sus estándares.

La madre se sorprendió y miró a su hijo.

—Mamá, mejor me quedo en la residencia…

—No digas tonterías, hijo. ¿Cómo estudiarías así? Tu padre y yo te enviaremos dinero, no te preocupes. Tú solo concéntrate en estudiar.

—Qué cosas dice. Lleva poco en Madrid y ya se pone exquisita. Hijo, no le hables a tu padre del dinero. Yo me encargaré —suspiró la madre en el tren de vuelta.

Pablo aprobó. Llegó a Madrid unos días antes de empezar las clases para explorar la ciudad. Vivir en las afueras y llegar a la universidad con transbordos era largo e incómodo. ¡Pero era Madrid!

Salía temprano y paseaba hasta altas horas. En la Casa de Campo, el paisaje y la vista de la ciudad le quitaron el aliento. Un grupo de turistas se detuvo cerca, y una guía joven y simpática comenzó a explicar.

Pablo se acercó para oír mejor. La guía lo notó pero no dijo nada. Al terminar el tour, ella se quedó revisando su móvil.

—Contas muy bien —dijo Pablo.
Ella sonrió y le preguntó de dónde venía.

—¿Se nota tanto? —se desanimó.

—Los recién llegados tienen esa mirada, entre perdida y maravillada.

Pablo le contó que estudiaba ahí, pero vivía en las afueras, muy lejos del centro. Sentía que no había salido de su pueblo. Hablando, ni se dieron cuenta de cuándo dejaron la Casa de Campo.

—Vivo por aquí —dijo de pronto su compañera—. ¿Cansado del cambio? Ven, te invito a un té. Tengo un rato. Luego debo recoger a mi hija del colegio —se rió al ver su cara de sorpresa.

Se llamaba Lucía. Era casi el doble de mayor que él. Le dio sopa y té. Pablo se sintió cómodo, sin ganas de irse.

—¿Puedo volver a visitarte? —preguntó al marcharse.
Lucía lo miró con atención. Sin condescendencia ni burla, solo interés.

—Vuelve cuando quieras —respondió simplemente.

Pablo aguantó un día, y al tercero fue. Se quedó frente al edificio, indeciso. De pronto, vio a Lucía con su hija. Intentó excusarse, pero ella lo entendió todo. Mientras Pablo jugaba con Alba, Lucía preparó la cena. Cenaron juntos. La niña no quería que se fuera, caprichosa, pidiéndole que la acostara y le leyera un cuento.

Y luego… ya era tarde para volver a casa de su prima.

—Quédate —dijo Lucía.

Se quedó. A sus padres les dijo que alquilaba un piso con un compañero, pagado por su padre. Así evitaba el largo viaje desde casa de su prima. No necesitaba más dinero, aunque su madre seguía enviándole algo a escondidas.

En vacaciones, visitaba su pueblo. Y allí contaba los días para volver a Madrid, con Lucía. Su ciudad natal ahora le parecía pequeña y aburrida.

Pablo recogía a Alba del colegio, jugaba con ella. Los fines de semana paseaban, iban al cine. Le daba vergüenza vivir a costa de Lucía, así que tras el primer año se cambió a nocturno y empezó a trabajar. Y así, quedándose una noche, se quedó años.

Al final del tercer curso, conoció a Marta, una chica alegre y hermosa. Ahora pasaba menos tiempo en casa, excusándose con trabajo. Lucía asentía tristemente y calentaba la cena. Por las noches, él se daba la vuelta, “cansado”, pero soñaba con Marta.

—¿Hay alguien más? —preguntó Lucía un día—. No soy tu esposa; eres libre.
Pablo admitió que estaba enamorado, que no sabía cómo decírsel—Bien, tienes mi bendición —respondió Lucía con una sonrisa triste, y Pablo, cargando sus sueños en una maleta, cerró la puerta tras de sí, sin saber que la verdadera felicidad ya la había dejado atrás.

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