**Esfuérzate, niña**
—Sabes, cariño, tendrás que esforzarte mucho para encajar en nuestra familia —declaró Lidia Gregorio con aire de examinadora severa.
Alba reprimió una risita. Era predecible. La suegra-directora ya golpeaba con la regla a la nueva alumna antes de empezar la lección.
Vicente, sentado a su lado, desvió la mirada. Se le notaba que quería soltar un *«ahí vamos»*. Pero no intervino. Y hacía bien. Aquella no era su batalla.
—¿Esforzarme? —repitió Alba con una sonrisa condescendiente—. ¿En qué sentido? ¿Apuntarme a clases de costura? ¿O a baile de salón?
La conversación transcurría en la cocina de Lidia Gregorio. Todo era lujoso: cortinas con lambrequines, dulces en jarrones de cristal, una mesa de roble macizo y sillas del color del champán. Bonito, pero Alba jamás podría vivir allí. Demasiado perfecto, como un plató de televisión.
—Albita, somos una familia culta —aclaró Lidia, ignorando el tono irónico de su nuera—. Personas educadas. Aquí no se adapta cualquiera.
Alba asintió mecánicamente, pero ya no escuchaba. Ese papel le resultaba dolorosamente familiar. Ya había nadado en esas aguas, solo que entonces carecía de experiencia y autoestima.
…Quince años atrás, Alba era otra: joven, obediente, con ojos inocentes y la creencia de que *«hay que ser una buena esposa»*. A su marido, Pablo, lo amaba profundamente.
Pero Pablo solo amaba a su madre.
Su primera suegra, Gabriela Bernardo, se creía una estrella local. Tenía opiniones estridentes sobre todo, incluida la cena del segundo encuentro familiar:
—El pollo está seco como una suela. Bueno, ya te enseñaré cómo se asa, ya que tu madre no lo hizo.
Alba sonrió entonces. Creía que, si aguantaba y era educada, la valorarían. La llamaba *«mamá»*, preparaba la ensaladilla con carne en vez de fiambre (como pedía Gabriela) y soportaba críticas sobre todo, desde el tono de su pintalabios hasta la limpieza del suelo.
Con el nacimiento de su hija, todo empeoró. Gabriela dictaba lecciones sobre *«cómo criar a una mujer decente»*, siempre con sonrisas condescendientes que insinuaban que Alba era una pésima maestra.
—¡Los pañales son una tortura! —exclamó Gabriela una vez, entregándole pañales de tela—. Son para vagas. Tú serás una buena madre, ¿verdad?
Pablo nunca intervenía. Ni siquiera cuando su hija, que aún no pronunciaba la *erre*, preguntó:
—Mamá, ¿por qué eres tonta?
Alba se quedó helada.
—¿Qué? ¿Quién te dijo eso?
—La abuela Gabi.
Cuando Alba pidió a Pablo que hablara con su madre, él se encogió de hombros.
—Bah, solo son palabras. Estaría alterada. Ya conoces su carácter.
Alba lo conocía. Antes, se esforzaba. Escuchaba en silencio cómo *«arruinaba el queso por tacaña»*. Compraba regalos caros, esperando elogios. Vivía como un espejismo, hasta que entendió que, para Gabriela, el ideal siempre sería otra.
Tras eso, Alba pidió el divorcio.
—¡Acabarás sola, con gatos! —vaticinó Gabriela.
Pero los gatos nunca llegaron. En cambio, conservó su piso, su trabajo y su cordura.
Y luego apareció Vicente. Se conocieron por amigos, intercambiaron números y empezaron a hablar. Vicente no era de pasiones desbordadas ni promesas imposibles, pero respetaba sus sentimientos. Conocía su pasado y aceptaba a su hija.
Quería casarse. Alba no se negó, pero se tomó su tiempo. Amaba a Vicente, pero temía repetir la historia de una familia que jamás la aceptaría. Sin embargo, Vicente era distinto. No ponía a su madre en un altar, y Alba decidió arriesgarse.
Ahora, en casa de Lidia, escuchaba el mismo monólogo de años atrás, pero sin vergüenza ni miedo. Solo un deja vu y aburrimiento.
—No aceptamos a cualquiera —continuó Lidia—. Vicente es blando, quizá no vea todo. Pero yo sí. Así que… esfuérzate, niña.
—Gracias por los consejos —respondió Alba, fría—. Pero seré simplemente la esposa de su hijo. Ya tengo familia: mi hija y mi marido. Es suficiente.
No esperó a que terminara la velada. Se levantó, y Vicente la siguió. En la calle, le tomó la mano.
—¿Estás bien? —preguntó él.
—Perfectamente. Esto ya es clásico.
Ahora sabía quién era y qué valía. Si Lidia no la quería, qué más daba. Tampoco Alba le debía nada.
…Pasaron casi dos años desde aquella *«advertencia»*. Para desgracia de Lidia, Alba ni siquiera lo intentó. Sin visitas, reverencias ni teatros. Vivían tranquilos en su piso, y Vicente se llevaba bien con Paula, la hija de Alba.
El contacto con Lidia era formal. Felicitaciones por teléfono. Regalos solo de Vicente. Sin peleas, pero tampoco acercamientos.
Alba no le prohibía ver a su madre, pero no la dejaba entrar en su casa. Vicente lo respetaba; había presenciado aquella conversación.
El contraste con Pablo era obvio.
—Mamá dice que gastas mucho. ¿Quieres que te ayude con la lista de la compra? —soltó él una vez.
Y Alba, en su día, aceptó. *Tonta de verdad*. Quería que Gabriela la viera como familia. Nunca lo hizo.
Vicente era distinto: con carácter, capaz de separar su relación con Lidia de la suya con Alba.
—Es como es, mamá —decía él—. Si no te gusta, no hables con ella. Pero yo estaré a su lado.
Alba valoraba eso más que cenas románticas o flores. Vicente le daba un espacio donde ser ella misma, sin justificarse ante nadie.
Con el tiempo, el hielo entre ellas mostró grietas. Una noche, Lidia llamó. Alba dudó, pero contestó.
—Alba, hola. ¿Qué tal? —dulzura inusual en su voz.
—Bien. ¿Necesita algo?
—Pensé… ¿Te apetece un café? —propuso Lidia—. Hice unos pasteles de cereza.
Alba se quedó inmóvil. ¿Era en serio?
—Lo siento, estoy ocupada.
Lidia no insistió. Solo suspiró.
—Bueno, cuando quieras, cariño.
Ese *«cariño»* la dejó atónita. ¿Estaba soñando?
Días después, Lidia le envió una foto de un viejo juego de porcelana dorada.
—Te gusta la vajilla bonita, ¿no? Si quieres, es tuyo.
—Gracias, pero prefiero tazas que no den miedo romper —replicó Alba.
La verdad surgió cuando Vicente mencionó que su hermano se mudó a Bilbao. Nuevo trabajo, nueva vida. La única nuera accesible ahora era Alba. Lidia, al verse sin fotos para el Día de la Madre, cambió el discurso.
Otra semana, y se cruzaron frente a una farmacia. Lidia, al verla, forzó una sonrisa.
—¡Albita! ¡Qué casualidad! ¿Te pasas algún día? Hice un bizcocho de miel…
Alba no sonrió. El frío de la calle era nada comparado con el de su pecho.
—Lidia, ¿recuerda cuando dijo que debía esforzarme para






