—Sabes, cariño, vas a tener que esforzarte mucho para encajar en nuestra familia —declaró Carmen Martínez con aire de inspectora severa.
Lucía contuvo una risa. Era previsible. La suegra-directora ya reprendía a la nueva alumna antes de empezar la clase, como si llevara una regla en la mano.
Javier, sentado a su lado, apartó la mirada. Se le notaba que quería decir algo como “ahí vamos otra vez”. Pero no intervino. Y hacía bien. Aquella no era su batalla.
—¿Esforzarme? —repitió Lucía con una sonrisa condescendiente—. ¿En qué sentido, por favor? ¿Apuntarme a clases de costura o a baile?
La conversación transcurría en la cocina de Carmen. Todo allí era lujoso: cortinas con volantes, bombones en fruteros de cristal, una mesa grande de madera y sillas del color del champán. Bonito, pero Lucía no podría vivir allí. Demasiado perfecto, como si no fuera un hogar, sino un plató de televisión.
—Lucita, nosotros somos una familia culta —explicó Carmen, fingiendo no notar la ironía en la voz de su nuera—. Somos gente educada, aquí no se adapta cualquiera.
Lucía asintió mecánicamente, pero ya no escuchaba. Aquel papel le resultaba dolorosamente familiar. Ya había nadado en esas aguas, solo que entonces no tenía experiencia ni autoestima.
…Quince años atrás, Lucía era muy diferente: joven, obediente, con ojos confiados y la creencia de que “debía ser una buena esposa”. A su marido, Pablo, lo quería mucho.
Pero Pablo solo quería a su madre.
Su primera suegra, Margarita Sánchez, se sentía una estrella local. Tenía una actitud dominante, vozarrón y opinión sobre todo. En la segunda cena familiar, soltó:
—El pollo está seco como una suela. Bueno, ya te enseñaré a asarlo, ya que tu madre no lo hizo.
Lucía solo sonrió. Creía que si aguantaba y era educada, lo valorarían. Así que la llamaba “mamá”, le preparaba ensaladilla con carne en vez de jamón (como ella pedía) y permitía que criticara todo, desde el tono de su pintalabios hasta la limpieza del suelo.
Cuando nació su hija, empeoró. La suegra daba lecciones sin parar sobre “cómo criar a una mujer decente”. Todo con sonrisas condescendientes y comentarios velados sobre lo mala maestra que era Lucía.
—¡Los pañales son un abuso! —declaró Margarita un día, entregándole pañales de tela—. Son para los vagos. Tú serás una buena madre, ¿verdad?
Pablo no intervenía. Ni siquiera cuando su hija, que aún no pronunciaba bien la “r”, preguntó:
—Mamá, ¿por qué eres tonta?
Lucía se quedó helada.
—¿Cómo? ¿Quién te ha dicho eso?
—La abuela Marga.
Cuando le pidió a su marido que hablara con su madre, él solo se encogió de hombros.
—Vamos, no le des importancia. Igual estaba enfadada. Ya la conoces.
Lucía la conocía. Antes se esforzaba. Se sentaba en la mesa y escuchaba en público que “había estropeado el plato por ahorrar en queso”. Compraba regalos caros, esperando un halago. Se portaba perfecta hasta que entendió que, para Margarita, la perfecta siempre sería otra.
Tras eso, Lucía pensó en divorciarse y pronto lo hizo. ¿”Mal carácter”? Para ella era solo excusa para no cambiar.
—¡Acabarás sola y con gatos! —le vaticinó su suegra.
Pero los gatos nunca llegaron, y sí un piso, un trabajo y paz mental.
Luego apareció Javier. Se conocieron por amigos, intercambiaron números y empezaron a hablar. Javier no era romántico ni prometía mundos, pero respetaba sus sentimientos. Sabía de su pasado y aceptaba a su hija.
Y quería casarse. Lucía no se negó, pero tardó en decidirse. Amaba a Javier, pero no quería meterse en otra familia donde nunca sería bienvenida. Sin embargo, él era distinto. No ponía a su madre en primer lugar, y Lucía se arriesgó.
Ahora, en casa de su madre, escuchaba el mismo monólogo de años atrás, pero ya no sentía vergüenza ni miedo. Solo hastío.
—No aceptamos a cualquiera —continuó Carmen—. Javier es blando, quizá no ve todo. Pero yo sí. Así que… esfuérzate, niña.
—Gracias por los consejos —respondió Lucía con frialdad—. Pero, si me permite, seré solo la esposa de su hijo. Ya tengo familia: mi hija y mi marido. Con eso me basta.
No esperó a que terminara la velada y se levantó. Javier la siguió y, al salir, le cogió la mano.
—¿Estás bien? —preguntó él en voz baja.
—Sí. No te preocupes. Esto ya es un clásico.
Esta vez, Lucía sabía quién era y no temía. ¿Que no la quisiera su suegra? Pues bien, no estaba obligada. Pero ella tampoco le debía nada.
…Pasaron casi dos años desde aquel “aviso” sobre esforzarse. Pero, para desgracia de Carmen, su nuera ni lo intentó. No hubo visitas, reverencias ni teatros. Vivían tranquilos en su piso. Javier incluso se llevaba bien con Paula, la hija de Lucía.
El contacto con Carmen era pura formalidad. Felicitaciones por teléfono. Regalos solo de parte de Javier. Sin peleas, pero tampoco acercamientos.
Lucía no le prohibía ver a su madre. Era su familia. Pero no la dejaba entrar en su casa. Javier lo respetaba; había presenciado aquella charla.
La comparación con su primer marido era inevitable.
—Mamá dice que gastas mucho. ¿Quieres que te ayude con la lista de la compra? —soltó Pablo una vez.
Y Lucía había aceptado. Vaya tonta. Quería que Margarita la aceptara, pero nunca lo hizo.
Javier era distinto, con carácter y visión propia. No obligaba a nadie a fingir y separaba su relación con su madre de la de su esposa.
—Mamá, ella es así —le decía a Carmen cuando se quejaba—. Si no te gusta, no hables con ella, pero yo estaré a su lado.
Javier dejaba claro que era feliz con Lucía. Y ella sentía que, por primera vez, no luchaba sola. Que tenía a alguien que no huía ante el conflicto ni la dejaba a merced de su suegra por aprobación.
Lucía lo valoraba más que cenas románticas o flores. Javier le daba un espacio donde ser ella misma, con su carácter, su pasado y su hija. Donde no tenía que demostrar nada.
Tras un largo silencio, hubo un… deshielo. No primavera, pero sí grietas en el hielo.
Una noche sonó el teléfono. Carmen. Dudó, pero contestó. ¿Habría pasado algo?
—Lucía, hola. ¿Cómo estás? —la voz de Carmen era inusualmente dulce.
—Hola. Bien. ¿Necesita algo?
—Estaba pensando… ¿te apetece venir a tomar café? —propuso—. He hecho unos pasteles de cereza, están deliciosos.
Lucía se quedó quieta. Demasiado melosa. ¿Había marcado bien? Pero no, era Carmen. La misma que dos años antes juzgaba su “valía”.
—Lo siento, no puedo. Tengo mucho trabajo.
Carmen no insistió. Solo suspiró.
—Bueno, otro día, cariño.
Ese “cariño” la dejó helada. ¿Estaba soñando?
Días después, Carmen le envió una foto de un viejo juego de porcelana dorada.
—¿Te gusta la vajilla bonita? Si quieres, llévatelo. Tengo