Esfuérzate, chica

Oye, escucha esto, cariño…

—Mira, niña, vas a tener que esforzarte mucho para encajar en nuestra familia—dijo Lydia González con voz de maestra estricta.

Alba casi soltó una risita. Era lo esperado. La suegra-directora ya le daba con la regla antes de empezar la clase, como si fuera la nueva alumna problemática.

Pablo, sentado a su lado, desvió la mirada. Se le notaba que pensaba: “Aquí vamos otra vez”. Pero no intervino. Y hacía bien. Esta no era su batalla.

—¿Esforzarme?—repitió Alba con una sonrisa condescendiente—. ¿En qué sentido? ¿Apuntarme a clases de costura? ¿O a baile flamenco?

La conversación ocurría en la cocina de Lydia, un lugar lleno de lujo: cortinas con flecos, bombones en jarrones de cristal, una mesa enorme de madera noble… Bonito, pero vivir ahí le habría resultado imposible. Todo demasiado perfecto, como un plató de televisión.

—Alba, cariño, somos una familia de bien—explicó Lydia, ignorando el tono irónico—. Gente educada, ¿sabes? Aquí no cualquiera tiene cabida.

Alba asintió por inercia, pero ya no escuchaba. Este papel le resultaba demasiado familiar. Ya lo había vivido antes, solo que entonces no tenía ni experiencia ni amor propio.

…Quince años atrás, Alba era otra: joven, obediente, con ojos inocentes y la creencia de que “hay que ser una buena esposa”. A su marido, Paco, lo quería con locura.

Pero Paco solo quería a su madre.

Su primera suegra, Carmen Ruiz, se creía la reina del pueblo. Tenía una voz que cortaba como un cuchillo y opinión sobre todo. En la segunda cena familiar, soltó:

—Este pollo está más seco que un esparto. Bueno, ya te enseñaré yo cómo se hace, ya que tu madre no lo hizo.

Alba entonces solo sonrió. Creía que si aguantaba y era educada, la valorarían. Así que la llamaba “mamá”, le preparaba la ensaladilla con carne en vez de jamón (como a ella le gustaba) y permitía que criticara hasta el color de su pintalabios.

Cuando nació su hija, todo empeoró. Carmen no paraba de dar lecciones sobre “cómo criar a una mujer decente”. Todo con sonrisitas y comentarios velados sobre lo mala madre que era Alba. “En casa de herrero, cuchillo de palo”, decía.

—¡Los pañales son una tortura para el niño!—exclamó Carmen un día, entregándole unos trapos—. Eso es para vagas. Tú serás una buena madre, ¿verdad?

Paco no intervenía nunca. Ni siquiera cuando su hija, que aún no pronunciaba la “r”, preguntó:

—Mamá, ¿por qué eres tonta?

Alba se quedó helada.

—¿Cómo? ¿Quién te ha dicho eso?
—La abuela Carmen.

Cuando le pidió a Paco que hablara con su madre, él solo encogió los hombros.

—Venga, no es para tanto. Cosas que se dicen. Ya la conoces.

Alba sí la conocía. Antes se esforzaba. Se sentaba en las cenas y escuchaba cómo “había estropeado la comida por escatimar en queso”. Compraba regalos caros, esperando un halago. Era perfecta, hasta que entendió que, para Carmen, la perfección siempre estaría en otra.

Tras eso, Alba pensó en divorciarse y lo hizo. “Carácter difícil” no era más que una excusa para justificar un mal comportamiento.

—¡Te morirás sola en la calle! ¡Solo te querrán los gatos!—le vaticinó Carmen.

Pero los gatos nunca llegaron. En cambio, sí tuvo un piso, un trabajo y paz mental.

Y luego llegó Pablo. Se conocieron por amigos, intercambiaron números y empezaron a hablar. Pablo no era de grandiosas declaraciones, pero respetaba sus sentimientos. Sabía de su pasado y aceptaba a su hija.

Y quería casarse. Alba no se negó, pero esperó. Quería a Pablo, pero no repetir el error de entrar en una familia donde nunca sería bienvenida. Pero Pablo era distinto. No ponía a su madre en un pedestal, así que Alba decidió arriesgarse.

Ahora, en casa de su madre, escuchaba el mismo monólogo de años atrás, pero ya no sentía vergüenza ni miedo. Solo un aburrido déjà vu.

—Aquí no entra cualquiera, ¿sabes?—continuó Lydia—. Pablo es bueno, quizá no ve todo. Pero yo sí. Así que… ya sabes, esfuérzate, niña.
—Gracias por los consejos—respondió Alba fríamente—. Pero, con permiso, prefiero seguir siendo simplemente la mujer de su hijo. Ya tengo familia. Mi hija, mi marido. Con eso me basta.

No esperó a que terminara la velada y se levantó. Pablo la siguió y, al salir, le cogió la mano.

—¿Estás bien?—preguntó él en voz baja.
—Sí. Tranquilo. Esto ya me suena a película vista.

Esta vez, Alba sabía quién era y qué valía. Si otra madre no la quería, pues allá ella. Tampoco tenía por qué agradarle. Y desde luego, no le debía nada.

…Pasaron casi dos años desde aquel “aviso” de que Alba tendría que esforzarse. Pero, para desgracia de Lydia, la nuera ni lo intentó. Sin visitas, ni cumplidos, ni teatros. Vivían tranquilos en su piso. Pablo incluso se llevaba bien con Lucía, la hija de Alba.

El contacto con Lydia era pura formalidad. Felicitaciones por teléfono. Regalos solo de Pablo. Ni peleas ni acercamientos.

Alba no le prohibía a Pablo ver a su madre. Era su madre. Pero no la dejaba entrar en su vida. Y Pablo lo respetaba, porque había visto aquella conversación.

La comparación con su primer marido era inevitable.

—Mamá dice que gastas mucho. ¿Quieres que te ayude con la lista de la compra?—le soltó Paco una vez.

Y Alba, tonta de ella, aceptó. Quería que Carmen la aceptara. Pero nunca lo hizo.

Pablo era distinto. Con carácter y sin complejos. No obligaba a nadie a fingir cariño y separaba su relación con su madre de la suya con Alba.

—Mamá, ella es así—le decía a Lydia cuando se quejaba—. Si no te gusta, no la llames. Pero yo estaré con ella, te guste o no.

Pablo le dejaba claro que era feliz con Alba. Y ella sentía, por primera vez, que no luchaba sola. Que tenía a alguien que no huía ante el primer conflicto ni la dejaba a merced de una suegra por un “qué bien cocina mi madre”.

Alba lo valoraba más que cenas románticas o flores. Pablo le daba un espacio donde ser ella misma. Con su carácter, su pasado y su hija. Y ahí, no tenía que demostrar nada.

Un día, tras meses de tensión, algo cambió. No fue primavera, pero el hielo se resquebrajó.

Sonó el teléfono. Lydia. Alba dudó, pero contestó. ¿Y si era una emergencia?

—Alba, hola. ¿Qué tal?—la voz de Lydia era dulce como la miel.
—Hola. Bien. ¿Necesita algo?
—Pensé… ¿Te apetece venir a tomar café?—propuso Lydia—. He hecho unos pastelitos de cereza, están para chuparse los dedos.

Alba se quedó muda. ¿Era la misma Lydia que hace dos años la evaluaba como candidata a nuera?

—Lo siento, no puedo. Tengo mucho trabajo.

Lydia no insistió. Solo suspiró.

—Bueno, cuando quieras, cariño.

Ese “cariño” la dejó helada. ¿Estaba soñando

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