Escúchame con atención continuó su compañero de piso. O tu hija me deja el coche, o que se busque otro lugar. ¡No voy a vivir en una casa donde no me respetan!
¿Y adónde va a ir?
Eso no es problema tuyo. Ya es mayor. Es hora de que aprenda a valerse por sí misma
Lucía permanecía en el pasillo de la casa de sus padres, escuchando cómo su madre le explicaba, a través de la puerta del baño, por qué debía ceder su coche.
Lucía, ¡piénsalo un poco! Javier lo necesita para ir al trabajo todos los días. Tú eres estudiante, ¿tan difícil es tomar el autobús?
La joven apoyó la espalda contra la pared y cerró los ojos. El coche se lo había regalado su abuelo por su vigésimo cumpleaños. Viejo, pero suyo. El primero en su vida. Su abuelo le dijo entonces: *”Para que no dependas de nadie. Para que decidas adónde ir.”*
Mamá, el coche está a mi nombre respondió Lucía con calma.
¿Y qué más da? ¡Somos familia! la voz de su madre se agudizó. Javier ha sido como un padre para ti. ¿Recuerdas cuando te ayudaba con las mates en Bachillerato?
Lucía lo recordaba. Recordaba cómo le gritaba por cada error, cómo lanzaba el libro contra la mesa cuando no entendía algo a la primera.
¡Eres más tonta que un saco de ladrillos! ¡Has salido a tu madre! solía decir.
Desde el baño llegó el zumbido del secador; su madre se preparaba para salir. En cinco minutos aparecería, y la conversación continuaría. Lucía no quería eso.
Lo pensaré mintió, y se dirigió a su habitación.
Pero no había mucho en qué pensar. No entregaría el coche. Lo que sí resultaba confuso era qué haría después.
Lucía estaba en su último año de universidad y daba clases particulares de inglés. El dinero era escaso, pero suficiente para vivir.
Si es que a aquello podía llamársele *”vivir”*, en una casa donde cada uno de sus pasos era juzgado y criticado.
Javier había entrado en sus vidas cuando Lucía tenía once años. Su madre lo conoció en el trabajo. Alto, con barba, hablaba mucho y con seguridad.
A su madre le gustó. Su padre había sido todo lo contrario: callado, pensativo. Tras el divorcio, se mudó a Madrid y apenas llamaba.
Al principio, Javier hizo esfuerzos. Traía golosinas, preguntaba por sus estudios, incluso la llevó al cine un par de veces. *”Quizá no sea tan malo”*, pensó Lucía entonces. Pero duró poco.
En cuanto Javier se instaló definitivamente en la casa, todo cambió. Empezó a dar órdenes. No pedía, no sugería mandaba. Como si Lucía no fuese la hija de la dueña de la casa, sino una criada.
Haz el té. Recoge tus cosas. No camines tan fuerte. No golpees la puerta. Baja el volumen de la tele. La lista crecía cada día.
Y su madre su madre se convirtió en la abogada de Javier. Cualquier queja de él, ella la repetía y amplificaba.
Lucía, Javier llega cansado del trabajo. ¿Tan difícil es caminar más despacio?
Lucía, tiene razón. ¿Para qué pones la música tan alta?
Lucía, piensa en los demás.
*”Los demás”* significaba Javier. Porque cuando ella estudiaba para los exámenes y pedía silencio, a nadie le importaba.
Esto no es una biblioteca respondía él. Si quieres silencio, métete en tu cuarto.
La habitación de Lucía era diminuta, un antiguo trastero. Solo cabían una cama y un escritorio. Cuando se refugiaba allí, las paredes parecían cerrarse, el aire faltaba. Pero no había alternativa.
Con el tiempo, aprendió a ser invisible. Llegaba a casa cuando Javier dormía o no estaba. Comía en la cocina si estaba vacía. Evitaba conversaciones familiares.
Funcionó hasta lo del coche.
A la mañana siguiente, su madre llamó a su puerta.
Lucía, ¿estás despierta? Tenemos que hablar.
Lucía se sentó en la cama. Su madre llevaba un vestido nuevo, nada barato. El pelo, impecable. Iba a algún sitio.
Dime.
Ayer Javier se enfadó. Pensaba que cederías el coche sin problemas.
¿Y por qué pensaba eso?
Su madre se sentó al borde de la cama, miró por la ventana.
Lucía, entiéndelo Javier y yo planeamos la boda. Queremos hacerlo bien, invitar a gente. Pero el dinero ya sabes cómo están las cosas.
Lucía calló.
Javier necesita el coche para el trabajo. Le han ascendido, tiene que moverse por distintos barrios. En autobús es un lío.
Que se compre uno.
¿Con qué? la voz de su madre subió, pero se controló. Lucía, no somos extraños. ¡Somos familia! Javier ha hecho tanto por ti
¿Qué exactamente ha hecho por mí?
Su madre vaciló. Buscó palabras.
Pues te ha criado. Como un padre. Te ayudaba con los deberes
Me gritaba, querrás decir.
¡No digas eso! saltó su madre. ¡Él lo intentaba! Tú siempre has sido desagradecida. Tu padre te malcrió, y esto es el resultado.
El silencio llenó la habitación. Lucía miraba a su madre y no la reconocía. Hubo un tiempo en que eran cercanas. Cuando su madre la defendía, no a un extraño.
No daré el coche dijo Lucía.
Pues búscate otro sitio respondió su madre, fría, y salió.
Lucía se quedó sola. El pecho le ardía, la respiración se hizo pesada. Nunca pensó que llegarían a esto.
Esa noche, cuando Javier regresó del trabajo, comenzó el espectáculo. Lucía escuchaba a través de la fina pared.
¿Hablaste con tu hija?
Sí. Se niega.
Ya. Pues debí educarla de otra manera. La habéis consentido demasiado.
Javier, es joven. No lo entiende.
¿Y cuándo lo entenderá? ¿Cuando tenga hijos? No, Carmen. Si no la ponemos en su sitio ahora, se nos subirá a la chepa.
Su madre murmuró algo, pero Lucía no lo oyó.
Escúchame bien continuó Javier. O me da el coche, o se va. ¡No viviré donde no me respetan!
¿Y adónde irá?
No es tu problema. Ya es mayor. Que aprenda a ser independiente.
Tras esa conversación, Lucía no durmió en toda la noche. Pensaba: *¿De verdad elegirá a Javier?*
La respuesta llegó dos días después. Su madre entró en su habitación, seria.
Lucía, lo hemos decidido. Si no quieres ayudar a la familia, vivirás por tu cuenta.
¿En serio?
En serio. Eres adulta, trabajas puedes pagarte un piso.
Lucía la miró fijamente.
Vale. Me iré.
Su madre esperaba lágrimas, súplicas, tal vez un escándalo. No esta resignación tranquila.
Lucía ¿no lo pensarás mejor?
¿Qué hay que pensar? Tú elegiste. Ahora yo elijo.
En menos de una semana encontró habitación en un piso compartido cerca de la universidad. Barata, pero limpia y amplia. La dueña, una profesora jubilada, le cayó bien enseguida. Hablaba bajo, no se metía en su vida.
Mientras hacía las maletas, su madre la observaba desde la puerta.
Quizá nos hemos equivocado murmuró.
No, mamá. Así está bien.
No quise echarte