Escucha tu voz interior

Crisanta, teníamos un acuerdo. El abuelo nos espera.

Isabel estaba en el umbral del cuarto de su hija, apretando una bolsa con dulces para el suegro. Los tarros con mermelada tintinearon sordo cuando cruzó el portal.

Crisanta dejó el portátil y se frotó la punta de la nariz. Los ojos le picaban tras horas de apuntes, y la frente se le aprisionó con cansancio.

Mamá, no puedo. Tengo los exámenes a la vuelta de la esquina. Necesito al menos un día para tumbarme.

Tumarte, decía Isabel, irritada. Al abuelo le suben la presión, está solo en este pueblecito de Segovia y tú quieres descansar. ¡Egoísta, Crisanta!

Desde el pasillo retumbaron pasos pesados. Julián apareció detrás de su esposa, ya con la chaqueta de viaje puesta.

¿Qué pasa ahora? escudriñó la habitación, cubierta de libros y folios.

Tu hija se niega a ir al abuelo. Está cansada, mira tú.

Julián frunció el ceño. Rara vez intervenía en los tirones entre Isabel y su hija, pero ahora algo se quebró en su habitual calma.

Crisanta, esto es demasiado. Tu abuelo no rejuvenece. Hace un mes que no lo vemos.

Crisanta se recostó en el respaldo de la silla. En el pecho le hervía la irritación, pero se contuvo.

Papá, lo entiendo, pero estoy al borde de caer. ¿Qué tal si voy el próximo fin de semana, sola, todo el día? Me quedaré con él, hablaremos tranquilamente.

¡Otra vez con lo tuyo! alzó Isabel la voz. ¡El próximo fin de semana, el mes que viene, el año que viene! ¡Y el abuelo sigue solo! ¡Setenta y dos años y a la nieta le cuesta despegarse del ordenador!

Mamá, basta ya.

¡No basta! ¿Piensas solo en ti? Tú y yo trabajamos como locas y tú ni un día puedes ir al abuelo.

Crisanta apretó los labios. Dentro le latía una terquedad inexplicable, una resistencia a viajar que no lograba nombrar. Sí, el cansancio, pero también una vaga premonición de que debía quedarse.

No me voy declaró con firmeza. Lo siento.

Julián sacudió la cabeza.

Pues siéntate y descansa. Después no digas que el abuelo deja de llamarte su querida nieta.

Julián, por favor, no empieces intervino Isabel, tomando a su marido del brazo. Vamos. Hablar con ella no sirve de nada.

Se marcharon, cerrando con estrépito la puerta principal. Crisanta quedó inmóvil, escuchando cómo se apagaban los pasos en la escalera, cómo el motor del coche arrancaba en el patio. Finalmente exhaló y volvió al portátil.

El silencio envolvió el piso como un capullo suave. Crisanta abrió las ventanas de par en par: el aire de mayo, tibio y fresco, se coló con el rumor lejano de la ciudad. Preparó una infusión, se acomodó frente a la pantalla y, por fin, se relajó.

El reloj marcaba el inicio de la tercera hora cuando Crisanta despertó. Se estiró, crujió la columna y se dirigió a la cocina por unas galletas cuando un olor extraño inundó sus fosas nasales.

Al principio lo ignoró; tal vez los vecinos asaban algo y el aroma se colaba por la calle. Pero aquel perfume se volvió más denso, más punzante. No era barbacoa ni comida casera. Algo se quemaba.

Crisanta se encaminó al balcón. Cada paso intensificaba el hedor: amargo, cáustico, con un regusto químico de sintético. Al abrir la puerta se quedó petrificada.

El sofá ardía, inundando la estancia de humo negro.

¡No, no, no! gritó.

Corrió hacia el sofá. Sobre la tapicería reposaba una colilla una cigarrillo medio consumido con la punta encendida en naranja. Provenía del balcón; alguien la lanzó y el viento la llevó directamente al interior.

Crisanta se lanzó a la cocina.

Con las manos temblorosas arrancó una olla del armario. El agua del grifo caía con una lentitud insoportable. Sin esperar a que se llenara, tomó la pesada vasija y volvió corriendo.

La primera olla arrojó agua sobre la mancha humeante, pero el poliuretano dentro seguía chisporroteando. Otra olla, una tercera El agua golpeaba el sofá, inundaba el suelo, escurría por los zócalos.

Solo tras la cuarta olla el humo empezó a disiparse. Crisanta quedó en medio del caos, respirando con dificultad, empapada hasta los codos. El sofá se había convertido en una masa de tela carbonizada y espuma empapada. El apartamento olía a plástico quemado.

Se sentó en el suelo húmedo, abrazando las rodillas contra el pecho. La adrenalina menguó, y un escalofrío la recorrió. Un temor tardío la atravesó al comprender lo que había pasado. Si hubiese salido con los padres. Si el piso hubiese estado vacío. Si su nariz no hubiera percibido el olor a tiempo.

La casa se habría incendiado. Su hogar, con todos los objetos, documentos, recuerdos.

Crisanta cogió el móvil y marcó a su madre.

Mamá sollozó al primer sílaba.

¿Crisanta? ¿Qué ocurre?

Mamá, hubo un incendio. Más bien, empezó. Lo apagué, pero el sofá ya no existe.

El silencio colgó al otro lado. Entonces Isabel respondió:

¿Estás bien? ¿Estás viva, Crisanta?

Sí, sí, estoy bien. La colilla entró por el balcón, tardé en verla, pero logré echarle agua. No llamé a los bomberos, lo solucioné yo sola.

Vamos intervino Julián desde una esquina, habiendo tomado el teléfono. Quédate en casa, no salgas. Ya vamos.

La llamada se cortó.

Crisanta siguió sentada, mirando lo que, hace una hora, había sido su sofá. Viejo, gastado, con la tapicería raída, pero siempre suyo. Lo había comprado Isabel cuando Crisanta tenía doce años. Sobre él vieron películas bajo una manta, lloró su primera desilusión amorosa, y su padre se quedó dormido tras el trabajo.

Ahora solo quedaba una pila humeante.

Una hora después resonaron las llaves en la cerradura. La puerta se abrió de golpe y Isabel irrumpió, despeinada, con los ojos rojos.

¡Crisanta!

Corrió por el pasillo, entró en la sala y se quedó paralizada. Sus ojos se posaron en el sofá, en los charcos de agua, en las manchas negras de hollín en la pared. Luego se lanzó hacia su hija, que aún estaba encorvada en el respaldo de una silla.

Dios mío

Isabel se abalanzó sobre Crisanta y la abrazó con una fuerza que crujía, fundiéndose en su cuerpo. El perfume de su perfume mezclado con sudor y algo más miedo la envolvía.

Perdóname susurró Isabel contra el cabello de su hija. Perdóname por todo lo que dije esta mañana. Egoísta, irresponsable Dios, qué tonta he sido.

Crisanta la abrazó en silencio. Las palabras se quedaban atrapadas en lo profundo, reacias a salir.

Julián entró detrás. Recorrió la estancia lentamente, evaluando los daños. Tocó la pared carbonizada, se sentó junto al sofá, hurgó con el dedo la espuma fundida.

Lo apagaste bien dijo al fin. Con agua, y rápido.

No lo pensé. Simplemente actué.

Lo hiciste correcto. Lo importante es que no te desesperaste.

Se puso de pie y, con una mano pesada, se posó sobre el hombro de su hija.

Bien hecho, Cris. De verdad. Salvaste nuestro hogar.

Isabel se apartó, secándose las lágrimas con el dorso de la mano. El maquillaje corría por sus mejillas, pero ella ni se percató.

¿Te imaginas si hubieras ido? preguntó con voz temblorosa. El piso estaría vacío, las ventanas abiertas. El fuego lo arrasaría todo

Lo sé, mamá.

Escucha. Hubiéramos vuelto a casa y solo quedaría ceniza. O peor, todo el bloque. Los niños de los Pérez de abajo, ¿te imaginas?

Julián abrazó a Isabel por los hombros.

Lena, basta. No pasó nada. No hay que angustiarse.

Pero Isabel no paraba de llorar. Las lágrimas brotaban sin control.

Esta mañana te grité, te llamé egoísta. Y tú nos salvaste a todos.

Mamá, ¿qué te pasa? acarició torpemente el brazo de su hija. No sabía que acabaría así. Solo estaba cansada y quería quedarme.

¡Exacto! exclamó Isabel, agarrándola de los hombros y mirándola a los ojos. No lo sabías, pero algo dentro de ti lo sentía. Intuición, presentimiento, como quieras llamarlo. Y eso te hizo quedarte y salvarnos a todos.

Julián bufó, sin la habitual ironía.

Mamá, exageras con lo místico, pero tiene razón. Si no te hubieras quedado gracias a Dios que sí.

Pasaron el resto del día en una especie de letargo. Julián llevó los restos del sofá al contenedor, Crisanta fregó el suelo, Isabel limpió el hollín de las paredes. Trabajaban en silencio, soltando frases cortas de vez en cuando.

Al atardecer el piso parecía casi recuperado. Solo un rectángulo vacío en el suelo recordaba lo ocurrido.

Cenaron en la cocina, acercando los taburetes a la mesa pequeña. Isabel preparó macarrones con salchichas, rápido y sin más.

Mira, Cris dijo mientras revolvía el té, tengo algo importante que decirte.

Crisanta alzó la vista de su plato.

Escucha tu intuición. Siempre. Aunque parezca una tontería, aunque todos digan que te equivocas. Si algo dentro de ti te avisa, no discutas con ello.

Julián asintió, masticando la salchicha.

Es cierto. Yo viví toda la vida con lógica y cálculos, pero a veces algo chisporrotea en la cabeza y sabes qué hacer.

Hoy ese “algo” nos salvó la casa añadió Isabel.

Crisanta bajó la mirada a la comida, ocultando una sonrisa tímida. Nunca había escuchado esas palabras de su madre; siempre había chisporroteo, roces y discusiones. Ahora, algo había cambiado.

Algo importante. Tal vez el miedo vivido, tal vez la consciencia de cuán cerca estuvieron del desastre. Pero entre los tres surgió una nueva conexión, frágil pero auténtica.

El próximo fin de semana iremos al abuelo propuso Crisanta. Todos juntos. Le contaremos bueno, no todo. No queremos que su corazón se desborde.

Exacto sonrió Isabel. Diremos que el sofá se gastó y que vamos a comprar uno nuevo.

Yo pondré un cubo de agua en el balcón añadió Julián.

Rieron, nerviosos, liberando la tensión del día.

Afuera la ciudad se oscurecía, las luces parpadeaban y, a lo lejos, una sirena ululó quizá una ambulancia, quizá un coche de bomberos. Crisanta escuchó el sonido y sintió un escalofrío.

Hoy había aprendido algo más que intuición y presentimientos. Aprendió sobre sí misma, sobre su capacidad de actuar cuando importaba, sin desfallecer.

Y sobre sus padres. Detrás de sus reproches y regaños se ocultaba el miedo: miedo a perderla, miedo a que le sucediera algo. Ese miedo se expresaba torpemente en quejas y notas, pero era amor puro.

Isabel dejó los platos en el fregadero y empezó a lavar. Julián se internó en la sala, buscando en internet nuevos sofás. Crisanta se quedó en la mesa, calentando sus manos con la taza de té.

Una noche de domingo, nada normal.

Mamá la llamó.

¿Qué?

Gracias. Por haber llegado, por no haber gritado, por

Isabel se giró desde el fregadero, miró a su hija con una mirada larga y extraña, y luego sonrió, cansada pero cálida.

Gracias a ti, Cris. Por todo.

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