**20 de abril, 2024**
Me llamo Encarnación. La historia de mi familia es un nudo de dolor y pérdidas. Cuando tenía cinco años, mis padres se divorciaron. Mi madre pidió el divorcio al enamorarse de otro hombre. Poco después, se casó de nuevo. Mi padre, sin embargo, nunca se olvidó de mí: pagaba la pensión, me llevaba los fines de semana a su casa en las afueras de Sevilla. Su amor fue mi salvación en esos años oscuros.
Con el tiempo, mi padre se casó con una mujer llamada Carmen, viuda con dos hijos de su primer matrimonio: Javier y Lucía. Me hice amiga de ellos rápidamente. Los fines de semana con mi padre se convirtieron en una fiesta: me sentía querida, parte de su mundo cálido. Volver a casa con mi madre no era algo que deseara—allí todo era distinto.
Mi madre tuvo dos hijos con su nuevo marido: un niño y una niña. Junto a mi padrastro, comenzaron un negocio, pero fracasó. Las deudas se acumularon como una bola de nieve. Tuvieron que vender su amplio piso en el centro de Sevilla y mudarse a un diminuto apartamento en las afueras. Cinco personas en dos habitaciones—la vida se volvió insoportable.
Mi padrastro empezó a beber. Mi madre se puso a trabajar, y yo, aún de adolescente, me quedé cuidando a mis hermanastros. Eso me destrozó. Un día, hice las maletas y me fui a vivir con mi padre. Desde entonces, no volví a ver a mi madre. Solo supe que a mis hermanastros los llevaron a un centro de acogida, y a ella le quitaron la patria potestad. Mi padrastro desapareció de sus vidas.
Con mi padre, volví a respirar. Carmen y su madre, la abuela Rosario, me acogieron como si fuera suya. Los años pasaron, y ahora tengo 34. Estoy casada, tengo dos hijos. Javier y Lucía también formaron sus familias. Nos convertimos en una verdadera familia, unida no solo por la sangre, sino por el cariño.
Cuando falleció la abuela Isabel, la madre de mi madre, me dejó en herencia su casa en un pueblo tranquilo cerca de Sevilla. Un año después, murió mi padre. Dejó su piso en la ciudad a Javier y Lucía, y a mí, el coche. También había una casa de campo sin terminar. Decidimos no venderla, sino reformarla para reunirnos allí todos juntos.
Y entonces, cuando menos lo esperaba, apareció ella—mi madre. Habían pasado 20 años desde nuestro último encuentro. Encontró mi dirección y se presentó en mi puerta, como si nada hubiera pasado.
“He oído que la abuela te dejó su casa”, comenzó sin rodeos. “¿Y qué heredaste de tu padre? ¡Tienes hermanos! ¿Dónde está la justicia? No es solo tu herencia, es nuestra. Véndelo todo y repartimos el dinero entre los tres.”
Me quedé helada, sin creer lo que oía. ¿Esta mujer, que me abandonó, ahora exigía repartir lo que más quería?
“No voy a repartir nada”, le dije tajante. “Vete.”
Quizá sea cruel, pero no siento culpa. Ella es una extraña para mí. Sus hijos del segundo matrimonio—también. Mi verdadera familia es Javier, Lucía, Carmen. Ellos estuvieron a mi lado todos estos años, compartiendo alegrías y penas.
Terminamos la reforma de la casa de campo. Ahora es nuestro rincón de felicidad, donde nos reunimos con los niños, Javier, Lucía y Carmen. Allí reímos, recordamos a mi padre, a la abuela, hacemos planes. ¿Y mi madre? Se quedó en el pasado, con sus exigencias y rencores. No le debo nada, y mi corazón está en paz.
**Lección aprendida:** La familia no se mide por la sangre, sino por quienes eligen quedarse, pase lo que pase.