Escándalo en la cocina: el viaje del platillo que arruinó un matrimonio

Escándalo en la cocina: cómo los rollitos de col arruinaron un matrimonio

Lucía, agotada y con los nervios a flor de piel, llegó a casa después de hacer la compra, cargando dos bolsas pesadas. Entró con dificultad en la cocina, dejó las bolsas sobre la mesa y se desplomó en una silla, intentando recuperar el aliento. El aire de la tarde en el pequeño pueblo de Valdemorillo olía a humedad, lo que solo aumentaba su cansancio.

—Hola, Lula, ¿qué hay para cenar? —se oyó la voz de Javier, que apareció en la puerta de la cocina frotándose las manos con entusiasmo.

—Javi, acabo de llegar, ni siquiera he pensado en eso —suspiró Lucía, sintiendo cómo la tensión le agarrotaba el cuerpo—. Estoy hecha polvo.

—¿Y si hacemos rollitos de col? —propuso Javier con una sonrisa, como si fuera lo más sencillo del mundo.

Lucía lo miró con ojos llenos de desesperación y rabia contenida. Guardó silencio un instante, como si reuniera fuerzas, y luego, sin pensarlo, soltó:

—Sabes qué, Javier? Tenemos que divorciarnos.

—¿Qué? ¿Divorciarnos? ¿De qué hablas? —Javier se quedó petrificado, con el rostro lleno de incomprensión.

—¡Por tus malditos rollitos de col! —casi gritó Lucía, con la voz temblorosa.

—¿Por los rollitos de col? —Javier la miró como si se hubiera vuelto loca, incapaz de entender qué pasaba por su cabeza.

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10 meses atrás

Tiempo de lectura: 5 minutos

Fuente: Cotilleos del pueblo

Justo después de la boda, Lucía y Javier se sentaron a hablar de su economía familiar. Parecía que lo habían planeado todo para que su vida en Valdemorillo fuera perfecta.

—Somos adultos, Lula, y vamos a dividir los gastos a medias —declaró Javier con seguridad—. Así evitaremos discusiones.

—No sé, Javi —respondió Lucía con duda—. En mi anterior matrimonio, mi marido asumía la mayor parte porque ganaba más.

—¿Y acaso eso salvó su relación? —se burló Javier—. Además, mi ex derrochaba el dinero sin control. No, a medias o nada.

Lucía esperaba que sus ingresos fueran a un fondo común para cubrir necesidades, pero Javier tenía otra visión, fría y calculadora.

—Para comida y facturas, pagamos mitad y mitad —explicó—. El resto lo ahorramos para emergencias. Podríamos repartir las tareas, pero no vamos a discutir por cada céntimo.

A Lucía le repelía esa idea. Le parecía injusto, pero accedió para evitar conflictos. Sin embargo, cuando el plan se puso en marcha, su paciencia empezó a agotarse. Javier adoraba las cenas copiosas: carne embutida, pizzas, comida rápida… Y el presupuesto que él fijó para la comida devoraba casi la mitad del sueldo de Lucía. Ella, en cambio, comía ligero: yogures, fruta, ensaladas… Y antes gastaba mucho menos. Ahora su dinero parecía evaporarse.

—Vaya relación más rara —comentó su amiga Martina mientras tomaban café—. Tú comes como un pajarito y él se atiborra a pizzas, pero pagáis a medias?

—A mí tampoco me gusta —reconoció Lucía, jugueteando con el mantel—. Pero di mi palabra y ahora no sé cómo salir de esto. Básicamente, él se come mi dinero y guarda el suyo.

—Que cada uno compre su comida —sugirió Martina—. Sería más justo.

Lucía lo había pensado, pero esperaba que Javier lo propusiera. A él, sin embargo, todo le parecía bien.

—¿Qué problema hay? —preguntaba él cuando ella intentaba sacar el tema.

—¡Que la mitad de mi sueldo se va en la comida que tú eliges! —protestaba ella—. Yo como poco, y ahora no me llega ni para comprarme crema.

—Pues así es la vida en pareja, Lula, acostúmbrate —él se encogía de hombros.

—Yo me la imaginaba muy distinta —decía ella con tristeza—. En mi primer matrimonio no teníamos estos problemas.

—¡Otra vez con tu ex! —estallaba Javier—. Si era tan perfecto, ¿por qué os divorciasteis?

—Nos separamos por una infidelidad, no por dinero —respondía ella en voz baja.

—No me extraña —replicaba él con sorna—. Cocinas regular, la casa está patas arriba y solo sabes quejarte.

Esas palabras la herían. Lucía no era la ama de casa perfecta, pero mantenía el hogar y cocinaba a diario. Antes de casarse, no habían convivido: salieron unos meses y se dieron el sí rápido. Todo parecía romántico, pero la rutina destapó sus diferencias. A ella le gustaban las verduras y las tortillas; él pedía cocidos y chuletones. Empezó a cocinarle aparte, pero consumía tiempo y dinero, y sus críticas la exasperaban.

—¿Casi cuarenta años y le cuentas a tu madre que no sé hacer rollitos de col? —se indignaba Lucía.

—No me quejo, solo comento —él se defendía—. Mi madre, por cierto, cocina mejor. Deberías aprender.

Lucía no era mala cocinera, pero no compartía su obsesión por la comida. Cada vez que lo mencionaba, acababan discutiendo.

—¡Dilo claro, que no quieres pagar carne! —gritaba él—. ¡No pido caviar, solo un poco de cerdo!

—Mira los números —intentaba razonar ella—. Gastamos casi todo mi sueldo en comida, no me queda para ropa.

—Pues si el presupuesto es independiente, que cada uno se compre su ropa —replicaba él.

Lucía sintió que llegaba a su límite. Decidió demostrarle cuánto gastaba él y empezó a guardar tickets. Al mes, le mostró las cuentas.

—Solo el 30% de los gastos son míos —explicó—. Si es un presupuesto común, repartamos con justicia.

—No pensé que fueras tan tacaña —murmuró él—. Con razón tu ex te dejó.

—Y la tuya no se fue por gusto —replicó ella—. Al menos yo reconozco mis errores, ¡tú nunca los tienes!

Tras esa pelea, pasaron días sin hablarse.

—Esto no puede seguir —dijo Lucía al fin—. Somos familia, debemos buscar soluciones.

—Tú nunca respetas mi opinión —se quejó él.

—Pero tu opinión no siempre es justa —replicó ella—. Empezamos mal desde el principio.

—¿Quieres que yo pague todo? Ni hablar —cortó él—. Acéptalo.

Lucía aguantó unos meses más, pero finalmente explotó. No quería seguir manteniendo a su marido. Pagaban mitad y mitad en comida, pero otros gastos caían sobre ella. Cuando se estropeaba algo en casa, era ella quien llamaba al técnico.

—Es mi piso, así que las reparaciones son tuyas —dijo él.

Ella pagaba, daba casi todo su sueldo en comida… Hasta que algo se rompió dentro de ella. Entendió que así no quería vivir. Su ideal de felicidad era otro: sin deudas, sin críticas, sin suegras metiches.

—Lo siento, Javi, pero no puedo más —le dijo tras otra discusión—. Necesitamos tiempo separados.

—¿Te vas? —él frunció el ceño—. Pues vete, pero no esperes que te mantenga.

Todo quedó claro. Hizo las maletas y se mudó a casa de sus padres. Javier no llamó en un mes. Perdió las esperanzas y pidió el divorcio. Él no se opuso y pronto tuvo a otra mujer en su piso. Lucía no tenía prisaCon el tiempo, Lucía encontró paz en su nueva vida, aprendiendo que a veces el amor propio vale más que cualquier matrimonio.

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