**Escándalo en la cocina: cómo los rollitos de col arruinaron un matrimonio**
Lucía, agotada y con los nervios a flor de piel, entró en casa arrastrando dos pesadas bolsas del supermercado. Dejó las compras sobre la mesa de la cocina y cayó en una silla, intentando recuperar el aliento. El aire húmedo de la pequeña ciudad de Medina, donde vivían, solo aumentaba su cansancio.
“Hola, Lu, ¿qué hay para cenar?”, preguntó Javier, apareciendo en el marco de la puerta con una sonrisa de expectación.
“Javi, acabo de llegar, ni siquiera he pensado en ello”, suspiró Lucía, sintiendo cómo la tensión le apretaba los hombros. “Estoy destrozada.”
“¿Qué tal si hacemos unos rollitos de col?”, sugirió él, como si fuera la cosa más sencilla del mundo.
Lucía lo miró con ojos llenos de hastío y una ira contenida. Permaneció en silencio unos segundos, como reuniendo fuerzas, y entonces, sin poder evitarlo, estalló:
“Sabes qué, Javier. Deberíamos divorciarnos.”
“¿Qué? ¿Divorciarnos? ¿De dónde sale eso?”, preguntó él, paralizado por la sorpresa.
“¡Por tus malditos rollitos de col!”, exclamó ella, la voz temblorosa.
“¿Por los rollitos de col?”, repitió Javier, mirándola como si hubiera perdido la razón.
**Diez meses atrás**
Poco después de la boda, Lucía y Javier se sentaron a discutir el presupuesto familiar. Parecía que lo tenían todo pensado para que su vida en Medina fuera armoniosa.
“Somos adultos, Lu, y vamos a dividir los gastos a medias”, declaró Javier con seguridad. “Así evitamos discusiones.”
“No sé, Javi…”, dudó Lucía. “En mi primer matrimonio, mi ex se hacía cargo de la mayoría de gastos, porque ganaba más.”
“¿Y eso sirvió de algo?”, respondió él con sarcasmo. “Mi ex malgastaba el dinero sin control. No, mitad y mitad.”
Lucía esperaba que sus ingresos se unieran en un fondo común, pero Javier veía las cosas con frialdad.
“En comida y gastos de la casa, aportamos igual”, explicó. “El resto lo ahorramos. Podemos dividirnos las tareas, pero no vamos a pelearnos por cada céntimo.”
Esa actitud le provocaba un rechazo interno. Le parecía injusto, pero aceptó para evitar conflictos. Sin embargo, cuando el plan se puso en marcha, su paciencia empezó a agotarse. Javier adoraba las cenas abundantes: carnes, embutidos y comida rápida. La cantidad que destinaban a la alimentación se llevaba casi la mitad del sueldo de Lucía, quien comía de forma sencilla: yogures, fruta, ensaladas. Antes gastaba mucho menos en comida, pero ahora su dinero parecía evaporarse.
“Qué rara es vuestra relación”, comentó su amiga Carmen mientras tomaban café. “Tú comes ligero y él se pide pizzas y chuletones, pero pagáis a medias.”
“A mí tampoco me gusta”, admitió Lucía, jugueteando con el mantel. “Pero acepté y ahora no sé cómo salir de esto. Básicamente, él gasta mi dinero y ahorra el suyo.”
“Que cada uno compre su propia comida”, propuso Carmen. “Sería lo justo.”
Lucía ya lo había pensado, pero esperaba que Javier lo sugiriera. Sin embargo, él estaba cómodo y no veía problema alguno.
“¿Qué te molesta?”, preguntaba cada vez que ella intentaba abordar el tema.
“¡Que la mitad de mi sueldo se va en la comida que tú eliges!”, protestaba ella. “Yo como poco y ahora ni siquiera puedo comprarme cosméticos.”
“Bueno, así es la vida en pareja, Lu. Acostúmbrate”, replicaba él, sin querer discutir.
“Me la imaginaba muy distinta”, respondía Lucía tristemente. “En mi primer matrimonio no teníamos estos problemas.”
“¡Otra vez con tu ex!”, estallaba Javier. “Si era tan perfecto, ¿por qué te divorciaste?”
“Nos separamos porque me fue infiel, no por dinero”, contestaba ella en voz baja.
“No me extraña”, soltaba él con sorna. “Cocinas regular, la casa está desordenada y solo sabes quejarte.”
Esas palabras la herían profundamente. No se consideraba la ama de casa perfecta, pero se esforzaba por mantener el hogar y cocinar a diario. El problema era que, antes de casarse, no habían vivido juntos. Sus citas a distancia habían sido románticas, pero la convivencia destapó sus diferencias. A Lucía le gustaban los platos ligeros, mientras que Javier exigía guisos contundentes. Ella empezó a cocinar aparte para él, pero eso le quitaba tiempo y dinero, y sus críticas solo empeoraban las cosas.
“¿Le cuentas a tu madre que no sé hacer rollitos de col?”, protestaba Lucía.
“No me quejo, solo comento cómo vivimos”, se defendía él. “Mi madre, por cierto, cocina mucho mejor. Deberías aprender de ella.”
Lucía estaba dispuesta a mejorar, pero no compartía su obsesión por la comida. Varias veces intentó hablarlo, pero acababan discutiendo.
“¡Dilo claro, que no quieres gastar en carne!”, gritaba él. “¡Ni siquiera te pido lujo, solo un plato normal!”
“Mira los números”, replicaba ella. “Nos gastamos casi todo mi sueldo en comer. ¡No puedo ahorrar ni para ropa!”
“Si el presupuesto es separado, que cada uno se compre su ropa”, se encogía de hombros Javier.
Lucía sentía que su paciencia se agotaba. Decidió demostrarle cuánto gastaba su marido y empezó a guardar los tickets de compra. Un mes después, le mostró las cuentas.
“De lo que gastamos, solo el treinta por ciento es mío. Deberíamos dividirlo según lo que ganamos.”
“No pensé que fueras tan tacaña”, refunfuñó él. “No me extraña que tu ex te dejara.”
“La tuya tampoco se fue por gusto”, replicó ella sin pensarlo. “Yo al menos reconozco mis errores. ¡Tú nunca los tienes!”
Tras esa pelea, pasaron días sin hablarse.
“Esto no puede seguir así”, dijo Lucía al fin. “Somos una familia, debemos llegar a acuerdos.”
“Pero no respetas mi opinión”, la acusó él.
“Tu opinión no siempre es justa”, respondió ella. “Desde el principio lo hicimos mal.”
“¿Quieres que yo pague todo? Eso no va a pasar.”
Lucía aguantó unos meses más, pero finalmente se rindió. Entendió que no quería seguir manteniendo a su marido. Los gastos de comida se dividían, pero otros recaían sobre ella. Cuando se estropeaba algún electrodoméstico, era Lucía quien llamaba al técnico.
“Como el piso es mío, las reparaciones van por tu cuenta”, decía Javier.
Ella pagaba, destinaba casi todo su sueldo a la comida y un día algo se rompió dentro de ella. Ya no quería vivir así. Había imaginado una vida en pareja muy diferente.
“Lo siento, Javi, pero no puedo más”, dijo tras otra discusión. “Necesitamos tiempo separados.”
“¿Te vas? Pues vete, pero no esperes que te mantenga.”
Todo quedó claro. Recogió sus cosas y regresó a casa de sus padres. Javier no la llamó en un mes. Perdió las esperanzas y pidió el divorcio. Él no puso objeciones y pronto apareció con otra mujer. Lucía no tenía prisa por empezar otra relación. Necesitaba tiempo para entender qué había fallado y cómo seguir adelante.
**Moraleja:** El amor no se mide en euros, pero la falta de equidad puede acabar con él. Un matrimonio no es un contrato, sino un compromiso de respeto y apoyo mutuo. Cuando el egoísmo g**Final de la historia:**
Tiempo después, mientras tomaba un café en una plaza soleada de Medina, Lucía entendió que la verdadera culpa no había sido de los rollitos de col, sino de no haber sabido elegir a alguien que valorara más su felicidad que su comodidad.