Aquella noche eché a mi hijo y a su mujer por la puerta y les quité las llaves: llegó el momento en que lo entendíbasta.
Pasó una semana y aún no me repongo. Eché de casa a mi propio hijo y a su esposa. ¿Y saben qué? No me siento culpable. Ni un poco. Porque fue la gota que colmó el vaso. Ellos mismos me obligaron a tomar esta decisión.
Todo empezó hace seis meses. Como siempre, volvía a casa después del trabajo. Cansada, deseando una taza de té y un poco de silencio. ¿Y qué me encuentro? En la cocina, mi hijo Javier y su mujer Lucía. Ella corta chorizo, él está sentado a la mesa leyendo el periódico y, como si nada, me sonríe:
¡Hola, mamá! ¡Decidimos pasarnos por aquí!
A primera vista, nada grave. Siempre me alegro de ver a Javier. Pero entonces lo entendí: no era una visita. Era una mudanza. Sin avisar, sin pedir permiso. Se colaron en mi piso y se quedaron.
Resultó que los habían echado del piso que alquilabanno pagaban el alquiler desde hacía seis meses. Ya les había advertido: no elijan lo que no pueden permitirse. Midan sus fuerzas. Pero no. Ellos querían vivir en el centro, con reforma nueva y balcón con vistas. Y cuando todo se vino abajo, corrieron a casa de mamá.
Mamá, solo será una semana. Te lo prometo, ya buscaremos pisome aseguró Javier.
Como una tonta, le creí. Pensé: bueno, una semana no es el fin del mundo. Al fin y al cabo, somos familia. Hay que ayudar. Si hubiera sabido en qué acabaría todo esto
Pasó la semana. Luego otra. Después, tres meses. Ni siquiera miraban pisos. Y mientras, se instalaron como reyes. Vivían como en su casa: no preguntaban, no colaboraban, no se preocupaban por nada. Y Lucía Dios mío, cómo me equivoqué con ella.
No cocinaba, no limpiaba. Todo el día salía con sus amigas, y si se quedaba en casa, se tumbaba en el sofá con el móvil. Yo llegaba del trabajo, hacía la cena, fregaba los platos, y ella como si estuviera de vacaciones. Ni siquiera lavaba su propia taza.
Una vez, con cuidado, les sugerí: ¿por qué no buscan un trabajo extra? Les vendría bien. Y en seguida recibí la respuesta:
Nosotros sabemos cómo vivir. Gracias por tu preocupación.
Yo les daba de comer, pagaba el agua, la luz, la calefacción. No aportaban ni un euro. Y encima montaban escándalos si algo no les gustaba. Cada comentario mío se convertía en una discusión.
Hasta que, hace una semana, una noche. Hora tardía. Estoy en la cama, sin poder dormir. En la otra habitación, la tele a todo volumen, Javier y Lucía ríen y hablan sin parar. Y yo, al día siguiente, trabajo. Salí a decírselo:
Chicos, ¿vais a dormir pronto? Mañana me toca madrugar.
Mamá, no dramaticesdijo Javier.
Doña Carmen, no se ponga nerviosaañadió Lucía, sin girarse siquiera.
Sentí que algo dentro de mí se rompía.
Recoged vuestras cosas. Mañana no estaréis aquí.
¿Qué?
Lo habéis oído. Fuera.
O empiezo a meter vuestras cosas en bolsas yo misma.
Cuando me di la vuelta para irme, Lucía murmuró algo. Fue demasiado. En silencio, cogí tres bolsas grandes y empecé a meter sus cosas. Intentaron detenerme, suplicaron, pero ya era tarde.
O salís ahora, o llamo a la policía.
Media hora después, sus cosas estaban en el pasillo. Les quité las llaves. Ni lágrimas, ni arrepentimiento. Solo rabia y reproches. Pero ya me daba igual. Cerré la puerta. La eché el cerrojo. Y me senté. Por primera vez en seis mesesen silencio.
¿Adónde fueron? No lo sé. Lucía tendrá a sus padres, un montón de amigas, siempre encontrará un sofá donde caer. Estoy segura de que no se han quedado en la calle.
No me arrepiento. Hice lo correcto. Porque esta es mi casa. Mi fortaleza. Y no permitiré que nadie la pisotee con las botas sucias. Aunque sea mi propio hijo.






